viernes, 18 de noviembre de 2016

Se

Hay ocasiones en las que creer en la existencia de algo lo hace real, ya sea en el plano físico o en el del pensamiento. Sin embargo, ignorar la existencia de algo, sea cual sea el plano en el que se encuentre, no implica hacerlo menos real.
Durante años había dicho no creer en fantasmas, a pesar de los gritos constantes que le mordían las orejas, a pesar de todas esas veces en las que se sintió poseída por un impulso que no era el suyo. Ahora se encontraba frente a todo en lo que no creía. Él la miraba atentamente mientras se reía, como siempre. No sabía cómo serían el resto de fantasmas, pero el suyo no hacía más que reír y gritar, señalarla con el dedo y reír.
Rompió el espejo aquella noche, la noche del primer encuentro, con toda la rabia que llegó a sus puños, y él aún se reía. Reía y la señalaba, reía más fuerte tras cada golpe. Cuando terminó, cientos de pedazos se reían de ella desde el suelo. Se los tragó, uno a uno, porque quizá dentro esa risa dejaría de doler. Dolería la garganta al tragar, al hablar, al callar y también el estómago al sentir, pero lo importante quizá no doliera.
Lo que ella no sabía era que no siempre ignorar la existencia de algo lo hace menos real, que aquellos cristales no dejarían de reír y bailar en sus tripas hasta convertirla en su propio reflejo.
Ella no lo sabía, pero ignorar(se) era la forma menos efectiva de matar(se).

viernes, 28 de octubre de 2016

A mi padre

  Cuando estaba en cuarto o tercero de la ESO, estábamos dando Historia de España cuando la profesora nos puso un vídeo con la canción de La Internacional. Ella se sorprendió al encontrarme cantando la letra en voz muy baja, pero no más de lo que me sorprendió a mí. Yo no lo sabía, pero mi padre me había estado cantando La Internacional para levantarme por las mañanas desde que era niña, se ponía frente a mi cama, alzaba los brazos y comenzaba: “En pie los hombres de la tierra…” Y yo sin saber que no sólo trataba de hacerme levantar de la cama, que trataba de despertarme la mente.
  Entre los recuerdos de mi infancia retumban otras tantas canciones; anacrónicamente, me sé de memoria letras de Silvio Rodríguez, de Víctor Jara,  de Quintín Cabrera; no recuerdo cuándo supe del Che Guevara como quien no recuerda la primera vez que vio a un tío, un primo, o cualquier otro familiar cercano; no recuerdo haber estudiado la ideología de izquierdas porque me crie con ella, la llevo en el código genético, soy hija de todas esas revoluciones que ahora puedo entender.
  No les extrañará, por lo tanto, si les digo que mi padre es un ser político. Siempre ha estado luchando, incesablemente, con la llama roja que le prendieron dentro todas esas personas que no pudieron luchar nada. Lo admiré sin comprender su lucha, luego la entendí y lo seguí admirando, así hasta la fecha. Pero dejé de creer en la política el día en que la política dejó de creer en mi padre.
  Vi al único hombre de este planeta en quien confío plenamente ser traicionado. Vi al único hombre de este planeta cuyas lecciones escucho ser ignorado. Vi al único hombre en este planeta que considero realmente honesto ser silenciado. Vi al hombre que me dio la vida dejándose la suya en sus ideales: vi al hombre de mi vida desvivirse solo. Y vi en mi padre a tantos hombres, a tantas mujeres que se desviven, a tantas voces llenas de rabia rogando a la fe que no los olvide, porque hay números que cuentan las bocas que rugen pero el vacío en las almas es incontable.
  Dejé de creer en la política pero nunca dejé de creer en mi padre. Por él pienso cantar siempre a Silvio, La Internacional, a Víctor, por él hablaré de igualdad, de derechos, por él en mi casa no cesarán los debates. Porque mi padre no pudo arreglar el país, ni el mundo, pero a veces una canción es todo lo que hace falta para hacerte creer: creer en la gente, en uno mismo, en la vida y en las ganas de vivir… y él canta muy bien.
  Un día me di cuenta de que mi padre, para despertarme, cantaba una canción que no conocía y que decía: “En pie los hombres de la tierra…”

  En pie. Pase lo pase, papá, siempre en pie.

viernes, 16 de septiembre de 2016

A veces...

 A veces las personas desprenden un brillo. Ocurre durante una pequeña fracción de segundo, toda la riqueza que poseen asoma a la superficie y desprenden una luz que aparece y desaparece en un parpadeo. Pasa lo mismo con algunas estrellas, las que llamamos fugaces. ¿Nunca te has preguntado por qué a ellas les pedimos deseos y no a las demás? Creo que en el fondo todos sabemos que es esa clase de brillo y no otro, el brillo efímero, el que posee verdadera magia.
 Pocas veces he visto el brillo del que te hablo en una persona, porque todos lo llevamos muy escondido, está aferrado a nuestra esencia. Pero sé que cuando lo ves, cuando estás en el lugar indicado, en el momento indicado y el brillo aparece frente a ti no se olvida. Y por muy poco que dure su presencia, antes de que se desvanezca sabrás que, después de eso, ya no quedan más deseos que pedir.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Trece

  Hace muchos años, nació un pueblo en la orilla del mar. Era un pequeño paraíso impregnado en salitre. Podría haber sido cantado por juglares en plena edad media, descrito por poetas del romanticismo, podría haber sido el paisaje de cualquier cuadro impresionista; sin embargo, este pueblito costero no tenía la condición imperecedera del arte.
  En la isla donde se encontraba este pueblo nunca hubo ningún río, el clima y la orografía no lo permitían. Los habitantes del lugar no concebían siquiera la idea de un río. Cuando el suelo se resquebrajó súbitamente, todos en el pueblo corrieron a sus casas, unos gritando, otros llorando, otros rezando plegarias. El pánico duró aproximadamente dos días, los mismos en los que la grieta formada en el suelo se agrandó y profundizó a un ritmo asombroso. Algunos dijeron que era posible ver el centro de la Tierra si te asomabas al  vacío que se había formado y agudizabas la vista. Sinceramente, no creo que nadie tuviese el valor de acercarse a desmentir ni confirmar esos rumores, pero eso decía la gente. Al tercer día, un nuevo temblor sacudió el pueblo, avisando de la proximidad de una nueva catástrofe, y un líquido espeso y negro empezó a fluir por la grieta. Nunca se supo de dónde provenía, pero de una forma u otra llegó hasta el pueblo, creando de esta forma un río con olor a muerte.
  Al principio, los lugareños consideraron los hechos un castigo divino. Algunos de ellos incluso huyeron del pueblo con la promesa de no volver, y fueron ellos los que propagaron la historia para hacerla llegar hasta nuestros días. Otros se encomendaron a Santos, Santas y Vírgenes, pero no llegaron más temblores después de que el río llegase a su caudal máximo. El negro fluía, muy lentamente debido a la densidad del líquido, y al cabo de unos días el río dejó de inspirar miedo y empezó a despertar curiosidad. Un mes después de su creación, ya había gente que se atrevía a acercarse a lavarse los pies y las manos. Pronto la gente lo tomó por inofensivo y aquellas ideas sobre castigos divinos quedaron obsoletas, los más jóvenes hicieron de él un objeto de diversión: saltaban, nadaban, reían... Algunos comenzaron a preferir el río a la playa, a pesar de lo pegajoso del líquido negro que a veces quedaba en la piel formando parches.
  El río pasó de ser odiado a ser amado, un amor con olor a muerte. Un día un niño quiso beber de él, y a este niño le siguieron otros más. El líquido se metió en sus organismos, impregnó sus labios, bocas, estómagos y almas. Los pequeños se quedaron allí, bebiendo como si llevasen días sedientos, bebiendo hasta llevar al límite sus cuerpos. Los padres, lejos de alarmarse, se unieron a ellos y su reacción fue la misma. Como una manada de lobos, primitivos, ansiosos, inhumanos, se arrodillaban a orillas del río negro dejándose poseer por él.
  De algún modo, la mar supo lo que estaba pasando y embraveció, las olas rompían contra el fuerte pidiendo ayuda, ella rugía con todas sus fuerzas suplicando un fin para esa barbarie. Los cuerpos de los lugareños fueron cayendo extasiados, uno a uno, al río. Nadie sabe dónde los arrastró la corriente, pero no fue al mar, porque ella seguía suplicando piedad de forma incansable.
  Aún cree estar a tiempo de salvarlos. Sigue luchando por ellos, gritando contra el fuerte que los ama, que vuelvan, que no caigan en las trampas de la muerte. Lo hace día tras día hasta que llega el mes de agosto, cuando se rinde a la razón y se marcha. Pero la mar es madre y siempre vuelve. Antes de que acabe el año ya está allí otra vez, entregándose a su causa perdida.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Ella

A ella se le daba bien nadar, porque sabía fluir. No sé si se trataba de una capacidad aprendida o si la poseía de nacimiento, pero su facilidad para fluir era innegable. Podía pasarse horas danzando en su elemento; se habría perdido en las aguas sin dudarlo un segundo si la biología no hubiera sido tan cruel al no darle branquias. Personalmente, creo que ella sabía algo del mar que los demás desconocemos. Su capacidad, como ya dije antes, no era tanto la de nadar sino la de fluir. Se dejaba llevar siempre por la corriente, el viento o la vida, nunca oponía resistencia y por eso pienso que sabía más que el resto. No temía al devenir, tenía plena confianza en el destino y se limitaba a bailar las horas, sin pensarlas, ni contarlas, ni entenderlas.
Ella siempre supo fluir.

sábado, 20 de agosto de 2016

El héroe blanco

  "No hay nada más hermoso que un lienzo en blanco. Ese lienzo puede ser cualquier cosa, alberga en él muchas vidas. No hay nada más hermoso que un lienzo en blanco; un libro en blanco; una pared blanca... son el origen de cualquier cosa."

  La semana pasada había sido su quinto cumpleaños, y el único regalo que su padre pudo darle fueron esas palabras. Era difícil comprenderlas, así que el pequeño había tenido que meditarlas durante días. En primer lugar, no recordaba haber visto nunca nada totalmente en blanco, no conocía la pureza del color del que su padre le hablaba. Todas las paredes con las que él se había topado estaban manchadas de polvo, huellas o sangre. Era difícil adivinar el color original de la paredes que había visto, era imposible imaginarlas en blanco. Tampoco tenía del todo claro qué era un lienzo, pero pudo adivinarlo gracias a otras tantas conversaciones que su padre había tenido con él y con otros hombres. Su padre había sido pintor, eso le había oído decir, usaba pintura y esa cosa llamada lienzo para crear paisajes. El pequeño pensó que había heredado eso de su padre: su conocimiento de los paisajes. En sus cinco años de vida había visto innumerables de ellos, todos muy parecidos, pero al fin y al cabo eran lugares diferentes. Pocas veces permanecían en un mismo paisaje más de unas semanas. Pronto tenían que huir y el pobre niño lloraba en cada partida por no saber pintar en esas cosas llamadas lienzos y, así, poder llevarse un pedazo de algo. Un algo triste, duro, un algo que daría lo que fuera por olvidar pero así al menos no tendría que pasar otra vez por esa sensación de vacío, de abandono... de no pertenecer a nada.
  Lo que no podía adivinar de ninguna forma era el significado de la palabra libro, y no conocerlo le perturbaba enormemente. Soñaba con objetos o situaciones que pudieran ser libros, sueños que se interrumpían siempre por un sonido ensordecedor que era capaz de helarle los huesos y prenderle el alma del temor más puro, de prenderle y dejarle el corazón tan desolado como todos los paisajes de sus memorias. De esta manera, acabó asociando la palabra libro al sonido que hacían las bombas al explotar y a todos los demás sonidos que le siguen: a los gritos, a las armas, a los cuerpos cayendo y a los llantos, aunque él ya no lloraba. Entonces comprendió lo que su padre quería decir con que un libro en blanco era hermoso: se refería a todos esos sonidos vacíos de terror, se refería al silencio.
  En ese momento, se imaginó todas las paredes que había visto en su vida vacías de huellas y escombros, los rostros que le rodeaban vacíos de miedo, los paisajes que le formaban vacíos de dolor, su vida vacía de violencia. Se imaginó de nuevo con su padre y, por primera vez, vio solo a un niño y a su padre de pie frente a un fondo blanco. Ahora, una semana después de su cumpleaños, el niño entendió que había recibido el mejor regalo del mundo: la posibilidad de borrar todo lo que no le dejase dormir por las noches, lo que no le dejase respirar por el día, lo que le hacía temblar a todas horas. Más que cualquier juguete había recibido un súper poder.
  Él no lo sabía a ciencia cierta, pero supuso que una persona de grandes capacidades necesitaba un nombre. Sin embargo, no pudo decidirse, ya que poseía muchos; algunos lo conocían como Aylan; otros como Omran; otros lo conocían como una cifra; o directamente, como un cadáver en Siria, el Líbano, Jordania, Iraq, Turquía o Egipto. Eran demasiadas ideas de sí mismo, así que volvió a la frase de su padre y se nombró  "el héroe blanco" sin saber que este supuesto héroe ya existía y hacía tiempo que lo estaban esperando.

martes, 7 de junio de 2016

Del valor de una palabra.

Durante toda mi vida he tenido un miedo incomprensible a olvidar. Nunca  he tenido problemas de memoria, de hecho diría que poseo una buena capacidad para recordar hechos, fechas e imágenes. Desde que tengo conciencia recolecto objetos en cajas, objetos que pertenecieron a un escenario, un escenario que acogió alguna de mis mejores vivencias. Sin embargo, soy incapaz de recordar palabras.
Sé que me han dicho "te quiero", "te odio", "hola", "adiós" y otras diez mil palabras importantes más pero no soy capaz de recordar ni una sola de ellas teñidas de una voz que no sea la mía. He dicho muchas palabras y esas me resultan más fáciles de recordar porque fueron articuladas con el alma, pero no hay palabras ajenas a mí que sea capaz de retener.
Entre los cien mil objetos de mis cajas no hay una sola sílaba pronunciada, ni un acento, ni un punto ni una coma. No he podido componer la sintaxis de mi vida en ninguna de esas cajas y hoy me he despertado como quien se despierta de un sueño confuso, con muchos perdones agolpados en el pecho, con muchas palabras dolorosas y otras muchas más llenas de ternura y del amor más puro. Las tengo aquí, muy dentro, y no he podido darles dueño ni encontrarles una voz.
Y ahora, ¿de qué me sirve tanta palabra huérfana?

viernes, 22 de abril de 2016

Nereo

Hay personas que sólo son capaces de enseñar grandes lecciones desde la locura, quizá porque sólo dentro de ella pueden aprenderse ciertas cosas. Una de las mayores lecciones de mi vida la aprendí de un hombre que no parecía estar cuerdo y sin embargo sabía más de la pérdida que ninguna otra persona que haya conocido jamás.

Este hombre era un vecino del pueblo al que siempre podías encontrar en el mismo lugar. Hace dos años dijo tener doscientos, pero nunca supe si era verdad o mentira pues era imposible adivinar su edad a simple vista y no había indicios que contradijeran esos doscientos años que él se atribuía. Se llamaba Nereo, tenía el pelo absolutamente blanco, las cejas absolutamente blancas, el bigote absolutamente blanco y un gorro absolutamente blanco que protegía su piel de los rayos del sol. Nereo se sentaba todos los días a la orilla del mar y se ponía de rodillas a rezarle a las olas, o eso me parecía a mí. Este último factor era el único que me hacía dudar de sus doscientos años de edad, pues ya a los ochenta resulta difícil agacharse y este señor se arrodillaba y acuclillaba como un niño, pero al fin y al cabo a mí no me incumbe el tiempo de vida de este hombre, ni el dolor de sus rodillas o la ausencia de dicho dolor.
Nereo era conocido por todos en el pueblo pesquero. Era un hombre de sal entre otros tantos y sabía muchísimo de peces, de mareas y de otros muchos temas que en su momento necesitó saber. Al contrario de lo que podría parecer, Nereo tenía un sentido del humor joven y envidiable, una sonrisa amplia y sospechosamente llena de dientes que no dudaba en mostrar cada vez que se presentaba la ocasión. Yo solía hablar con él en esos días en los que uno necesita hablar de cualquier cosa menos de sí mismo. Él amaba hablar de la mar y si he llegado a conocerla ha sido gracias a él. Un día me atreví a preguntarle la cuestión evidente, qué hacía allí siempre, hincado de rodillas mirando al horizonte durante horas.

- Verás, una vez hace años vi un pez que no era como cualquier otro. Apareció un otoño por esta zona, yo ni siquiera estaba de pesca, paseaba por aquí y al mirar dentro del agua lo vi y me recordó a una mujer. No me mires así, sé que una mujer y un pez no tienen nada que ver pero este pez sí tenía mucho de mujer, créeme. Sólo lo vi aquel otoño, pero estoy seguro de que también viene en verano, y seguro que en primavera y en invierno se pasa por aquí también. Ojalá cuando vuelva estés tú aquí y lo veas, a mi pez con forma de mujer.

Nereo me repitió cientos de veces la historia de aquel pez desde aquel día. Me dijo que no se parecía a una sirena, que esas cosas no existen y que gracias a Dios sus doscientos años no le han hecho  perder la cordura y sabe distinguir un pez de una sirena, y una sirena de un pez con forma de mujer. También me dijo que la primera y única vez que lo vio su pelo aún era negro azabache, de hecho bromeaba diciendo que perdió el color al perder al pez. Yo nunca lo creí, pero siempre amé los cuentos, así que le solía hacer más y más preguntas simplemente para oírle hablar.

- Si algún día ves al pez, niña, ven aquí y dímelo, que quizá él también me esté buscando en otra parte. Ya sabes cómo son los peces, tienen mala memoria. Menos mal que yo aún puedo recordar cada detalle de aquel día y de casi cualquier día de mi vida, si no fuera así no sé qué sería de mí. Así que ya sabes, niña, si ves al pez ven y avísame, aunque dudo que lo veas. Es del mismo color que el agua y se confunde, parece no estar y está, si te fijas bien puede verse. Yo lo vi porque soy pescador y sabemos de esas cosas, pero es difícil de ver. De todas formas, niña, si lo ves avisa, le dices que espere un momento y me llamas.

En otra de nuestras largas conversaciones le pregunté a Nereo hasta cuándo estaría esperando a aquel pez y me dijo que lo haría hasta que él quisiera, que si estaba allí era porque se le apetecía, pero que se trataba de algo temporal.

- Aún soy joven, me quedan al menos otros doscientos años, así que puedo permitirme estar aquí, pero algún día me haré mayor y tendré que abandonar mi espera. Uno no puede pasarse la vida esperando, niña, no se puede.

Sin embargo, Nereo seguía estando allí, en el mismo sitio a la misma hora cada día, para quien quisiera encontrarlo. Las conversaciones que tenía con Nereo eran maravillosas, todas y cada una de ellas derrochaban fantasía pero un día me dijo algo que me sonó brutalmente real.

- Cuando las olas vuelven a la mar arrastran consigo los callaos de la orilla. Yo ya he visto a muchos irse con las olas, siempre se despiden de mí en un murmullo mientras chocan unos contra otros y se van. Un día me dirán que me vaya con ellos y quién sabe, quizá me lleven a ver a mi pez.

Por algún motivo quise llorar cuando Nereo me dijo aquello, pero él no se dio cuenta. Ni siquiera sé si se daba cuenta de que yo estaba allí con él oyendo todo lo que decía. Ni siquiera sé si era consciente de todo lo que decía.

Un día fui a ver a Nereo y no estaba. Pregunté por él y nadie supo decirme su paradero. Me senté en su lugar en la orilla, con la esperanza de que apareciera tarde o temprano, de que simplemente se hubiera quedado dormido, de que tuviera una cita demasiado importante y pronto volviera a su puesto en la playa. Estuve allí hasta que la marea empezó a bajar y al oír los callaos chocar justo antes de perderse en las olas supe dónde estaba Nereo.

Aquel día supe que Nereo siempre había sido un niño, un niño que esperaba su sueño sin saber qué hacer y el día que no lo encontré fue porque había crecido. Doscientos años después de su nacimiento, Nereo había madurado y se había marchado en busca de su pez.
Porque uno no puede pasarse la vida esperando.

viernes, 8 de abril de 2016

Alma

Era un día cualquiera de otoño y un joven iba caminando por una calle cualquiera de una ciudad, cuando vio un gran número de personas agrupadas en torno a algo. Prácticamente todos reían con esa clase de risa socarrona, esa que acompaña a casi cualquier burla, y absolutamente todos tenían en la mano sus teléfonos móviles y apuntaban a lo que sea que estuvieran rodeando. Rápidamente dedujo que sacaban vídeos o fotos, y se acercó, dando codazos, para ver qué despertaba tanta expectación.
En el centro de lo que parecía un espectáculo circense había una chica. Su piel era increíblemente pálida, rodeaba sus rodillas con los brazos y su pelo azul zafiro caía sobre su espalda y ese era su único abrigo. La joven estaba completamente desnuda, mostraba su hermosa piel, cada uno de sus pliegues y varias cicatrices, que sólo la hacían más bella. Lo primero que pensó el joven cuando vio a la muchacha fue que se trataba de un ser fantástico, una sirena o un hada, y casi logró olvidarse del jaleo que ocurría a su alrededor. Casi no se dio cuenta de que aquella chica de cuento escondía la cara porque estaba llorando.
El muchacho rompió el espacio que separaba a la chica del grupo de personas y se hundió en el mar de luces, de flashes, que nunca paraban y caían como golpeando a aquella criatura gloriosa. La joven, al sentir la presencia del chico, levantó la vista y el muchacho sintió que podía ahogarse en el azul de sus ojos, que sin duda alguna eclipsaba el azul de su pelo. Unos ojos que irradiaban tristeza, que pedían ayuda desesperadamente.
- Levántate, ven conmigo, todos te miran. No tienes que quedarte aquí- dijo el muchacho.
- No soy cuerpo - contestó ella- Nunca lo he sido. No hay nada de mí en esas fotos, no soy materia. No tengo nada que ver con toda esta carne y hueso. Nací encerrada, por eso lloro. Nací presa y mortal y todos creen que soy todo esto; que soy tangible, visible y siempre me sentí infinita y etérea. No soy cuerpo - continuó entre sollozos- soy alma y nadie lo oye. Nadie lo oye. Ayúdame, hazles entender que soy alma. Llámame Alma.

El muchacho no supo qué decir y dejó a la joven allí llorando, todo lo que dijo le sonó a grito mudo, un grito mudo que le caló muy dentro. Pasaron los años y el joven seguía pensando en Alma, en la chica que no era cuerpo y a la que no podía ayudar. Se preguntaba qué habría sido de ella, si alguien la habría recogido del frío asfalto. Si habrían dejado de hacerle fotos. Si alguien más, a parte de él, la habría escuchado. Si alguien le habría preguntado siquiera el motivo de su llanto. Pero había una pregunta que no había parado de plantearse cada día desde aquel encuentro.
¿Cuántas Almas más habrá presas en el mundo?

domingo, 13 de marzo de 2016

La caja.

Siempre he pensado que este texto merecía una pequeña explicación, porque resulta difícil entender "La caja" en una primera lectura. Yo tengo problemas de ansiedad desde los catorce o quince años, creo. Tengo etapas en las que apenas me acuerdo de ella, otras en las que está terriblemente presente. Escribí "La caja" como un cuadro de mis síntomas en esos momentos que, ahora sí, cualquier persona que haya padecido lo mismo podrá reconocer. Y en realidad creo que este mal todos lo hemos sufrido en mayor o menor medida en algún momento de nuestras vidas.


Durante un tiempo viví en una caja de cristal. Era enorme, y a través de sus paredes entraba tantísima luz que a menudo era difícil conciliar el sueño. Ni siquiera de noche la caja de cristal en la que vivía dejaba de brillar, ni de latir. Sí, lo cierto es que la caja latía como un órgano vivo. Había días en los que aquellos latidos solo se percibían como un pequeño temblor en las paredes. Era molesto, sí, y nunca llegué a acostumbrarme, pero aquellos días eran un regalo en comparación con la mayoría de los días.
Los latidos de la caja se aceleraban y ésta aumentaba muchísimo más su movimiento. Ya no sólo ocurrían temblores, las paredes perdían su forma natural y se abultaban, convirtiendo la caja cuadrada casi en un globo. Como consecuencia, las paredes se agrietaban y el sonido punzante de los cristales quebrarse inundaba todo el espacio y penetraba incluso las paredes de mi propia mente. El aire que entraba entre las grietas era tan denso que muchas veces respirar se hacía difícil.
En realidad, nada era fácil allí, y yo pasaba mis días intentando recordar cómo había llegado a ese lugar maldito que jamás elegí como hogar.

Ya no vivo en la caja de cristal, pero durante un tiempo “viví” en una caja llamada Ansiedad.

domingo, 6 de marzo de 2016

Adair.

Cuando nacemos, tenemos la increíble capacidad de fascinarnos por todo. Cada sonido suena a quinta sinfonía, cada imagen es digna de ser enmarcada, ruedan sobre la piel mil maravillas al tacto y una caricia en la mejilla es la declaración más profunda y bella que jamás ha existido.  Una fascinación que se pierde irremediablemente cuando el privilegio de vivir se vuelve rutina y hacemos de este gran regalo un juguete viejo. Sin embargo, hay una fascinación que parece no perderse nunca, como si fuera innata en el ser humano, y permanece siempre aferrada al niño entusiasta que todos llevamos dentro. Hablo de la fascinación por lo naturaleza y de lo fácil que es sentirse libre entre barrotes de madera si estos tienen copas verdes en lo alto. Nuestro amor por la naturaleza llega a tal punto que a veces sólo él puede explicar algunos de los hechos más inexplicables que jamás han ocurrido, como la historia de Adair.
Cuando Adair nació sus ojos eran grises, como ocurre con todos los niños recién nacidos, pero cuando cumplió su sexto mes de vida sus ojos se volvieron de un color verde intenso, que no sería tan extraño si no fuera por la rapidez con la que ocurrió el cambio, que tuvo lugar durante una sola noche. Básicamente, el niño se durmió con un iris grisáceo y despertó, entre llantos, con la mirada verde que ya por siempre lo caracterizaría. Sus padres jamás encontraron explicación. La gente en el pueblo, al enterarse, empezó a comentar lo ocurrido y entre las muchas historias que inventaron, una cobró tal fuerza que resistió el paso del tiempo de tal forma que algunos la toman como hecho verídico. Al parecer, aquella extraña noche en la que Adair cumplía su sexto mes, la hoja de un roble joven cayó en la cuna del niño, quien permaneció observándola toda la noche, maravillado por su belleza, hasta que el verde de aquella hoja de roble se le metió dentro y tiñó sus ojos de verde. No era una historia más descabellada que cualquier otra historia de pueblo, pero por algún motivo los ojos de Adair se volvieron casi un mito y el niño creció así, como si fuera un ser excepcional. Además, los increíbles ojos de Adair respaldaban casi cualquier leyenda con los que se les relacionase, ya que poseían un brillo y una intensidad que no dejaban a nadie indiferente.
La personalidad del niño también resultaba inquietante. Aunque aprendió a hablar pronto, apenas se relacionaba con los demás niños. Le resultaba extremadamente difícil intimar con nadie, e incluso rehuía el contacto físico. Encontraba la felicidad en actividades cotidianas, aparentemente poco importantes, pero que para él significaban muchísimo. Odiaba hablar de su edad, del colegio, de qué quería ser de mayor o de cuáles eran sus dibujos favoritos. Cuando cumplió los diez años, pocas cosas habían cambiado en Adair, a quien ahora sólo le preocupaba que su pelo castaño fuera lo suficientemente largo como para rozar sus pestañas. Esa era la longitud idónea para él y nadie pudo hacerle cambiar de opinión: ni un centímetro por arriba ni un centímetro por debajo, lo cual tenía a su madre siempre pegada a las tijeras en contra de su voluntad, puesto que el peinado casi ocultaba la belleza mítica de su hijo. Lo cierto era que Adair odiaba aquellos ojos con todas sus fuerzas. El niño había demostrado en numerosas ocasiones ser más inteligente que el resto de los de su edad, y no le hizo falta mucho tiempo para percatarse de que sus ojos podían intimidar a todo aquel que lo mirase de frente y, lo que era aún peor, llamaban la atención de todo el mundo. Y él, sobre todas las cosas, odiaba llamar la atención.
Un día del verano más seco registrado en la historia, Adair salió de casa sin gafas de sol, sin gorra y con el flequillo recién cortado. Lo normal hubiera sido que cada persona que se le cruzara por el camino sintiese el impulso de posar su mirada en la suya, pero por algún extraño motivo eso no ocurrió. Por primera vez en su vida, nadie se fijó en Adair, nadie murmuró a su paso y el niño siguió andando hasta que llegó a los límites del pueblo y se adentró en el bosque. Lo hizo sin titubear, con paso firme, como si conociese exactamente su destino. Del mismo modo, anduvo entre los árboles hasta que finalmente cayó la noche. 
Los padres de Adair buscaron a su hijo desesperados, y a ellos se unieron muchos vecinos que, aunque no conocían bien al muchacho, no podían permanecer ajenos al sufrimiento de aquella pareja. Continuaron andando el pueblo toda la madrugada hasta que no quedó otra alternativa que buscar al niño en el bosque. Casi todo el pueblo estaba en planta cuando llegó el alba y el primer rayo de luz asomó por el Este. En ese mismo instante empezó a llover como hace mucho tiempo no llovía,  el agua pronto dejó la tierra empapada y dejó el bosque con ese olor intenso que sólo puede identificarse con la propia vida.
La madre de Adair cayó entonces al suelo. Rendida, hincó las rodillas frente a un roble joven y empezó a llorar. Tras el primer sollozo, escuchó un búho ulular. Levantó la vista y vio al ave posada en lo más alto del roble, que a su vez la miraba fijamente. Inmediatamente, la mujer dejó de llorar y se sintió profundamente aliviada. No era la primera vez que miraba aquellos ojos.

Todos volvieron a casa desolados, prometiendo reanudar la búsqueda tras unas horas de descanso. Todos salvo la madre de Adair, que recorrió el camino de vuelta casi en trance. Como se pueden imaginar, nunca más se supo nada de aquél niño que nació condenado a convertirse en leyenda y que todos añoraban aunque pocos llegasen a quererlo. Sólo dos personas, sus padres, llegaron a amarlo con devoción, y para ellos no cantaba ningún gallo al amanecer. Para ellos, sólo para ellos, cada mañana ululaba un búho en el bosque.

martes, 2 de febrero de 2016

Vista cansada.

Para ella los colores se habían apagado hace tiempo. No era capaz de recordar la última vez que vio un rojo, un naranja o un amarillo con toda esa energía vibrante que estos colores desprenden. Tampoco percibía los verdes, ni los azules, ni los violetas, pero ella extrañaba inmensamente los colores vibrantes. Le gustaba llamar "vista cansada" a su patología no diagnosticada. A menudo bromeaba con el término y hacía un chiste de aquel tormento, como hacía con casi todos sus dolores.
Desde hacía mucho tiempo, la joven miraba el mundo como se mira una foto vieja, con una fina capa de polvo que deja una imagen desprovista de cualquier brillo. Era difícil, aunque no inviable, vivir en un mundo apagado. A veces era inevitable contagiarse del tedio que percibía  y también se le apagaban las ganas de mirar cualquier cosa. Uno de esos días, decidió cerrar los ojos fuertemente un instante e imaginar la vida usando diez mil paletas.
En la libertad que su mente era capaz de proporcionarle no existían filtros, ni polvo, ni tedio, ni gris; halló dentro de sí una obra impresionista, que era a su vez otras cien obras y en estas cien se hallaban otras mil. Cada pincelada era todo un concepto artístico para la chica de vista cansada.
Cuando descubrió la magia que poseía dentro se volvió completamente adicta. A menudo pasaba horas sentada con los ojos cerrados y una sonrisa plena. Sus amigos y familiares cercanos no eran capaces de entender ese nuevo comportamiento, que poco a poco pasó a ser hábito, un hábito que pasó a ser problema cuando este estado la poseyó varias semanas seguidas.
Durante aquellos días pasaba las mañanas recorriendo paisajes de Monet, almorzaba con los remeros de Renoir, cada atardecer corría por las playas de Sorolla, donde hacía flotar algún barquito y no hubo una sola noche que no pintase su amado Van Gogh. Era sencillo volverse adicta a todo aquel arte, sería sencillo acabar la historia como acaban casi todas las historias de adicciones. Habría sido muy fácil dejarse morir en el lienzo.

Pero ningún corazón debe latir con el simple objetivo de pararse.

La joven logró salir de aquel mundo como quien sale de un sueño profundo: estiró sus brazos, frotó sus ojos y volvió a habituarse al matiz grisáceo. Unos días después, plantó girasoles en la ventana y le pareció atisbar un destello cuando brotó el primer tallo. Frente a la ventana puso un caballete, un lienzo en blanco, cogió un pincel empapado en pintura y dio el primer trazo. Lo hizo cerrando sus ojos fuertemente y así dejó brotar todo el arte que hasta entonces se había guardado.

Del mar.

Lo peligroso del mar es que todo lo convierte en poema, hasta la muerte.
Hipnotizada por su vaivén, encerrada tras mil fronteras, siento celos de su libertad. Cada gota en él un pedazo de ti, de mí o de algo supremo, y me embriaga su poder, su magia, su sabiduría muda.
En la orilla, la brisa me susurra en verso promesas de eternidad.
Porque lo peligroso del mar es que seduce, que hace poesía hasta de la muerte.

jueves, 7 de enero de 2016

El camino

Llevaba seis días caminando en línea recta. Los pies le ardían, sus manos estaban heladas y todos y cada uno de los músculos de sus piernas temblaban pidiendo rendición. Por tercera vez ese día, miró la parte interna de su muñeca izquierda, a la brújula roja que había aparecido sobre su piel dos días antes de empezar a andar. Sus manecillas seguían dando vueltas frenéticamente apuntando en todas direcciones, como el día que aparecieron. Sin embargo, aunque aquellas manecillas no podían indicarle que debía seguir caminando de frente, él lo hizo de todas formas, porque era la única dirección natural del camino y, debido a esto mismo, porque era la dirección más lógica.
Continúo en esa situación dos días más cuando, finalmente, se desplomó. En el suelo, el caminante volvió a echar un vistazo a aquella brújula maldita, que le había hecho pensar que poseía un destino, un futuro, un lugar que le era propio y nadie le podría arrebatar. Un destino a su medida. Sintió decepción, impotencia y rabia; su temperatura corporal aumentó considerablemente y el calor de su piel fue tal, que la brújula comenzó a derretirse y en su muñeca izquierda solo quedó un montón de líquido rojo que podría haber sido su propia sangre. Una gota se precipitó al suelo y penetró en la tierra. El caminante perdió el conocimiento.
Al amanecer, abrió los ojos y buscó la brújula desesperado, esperando que todo lo acontecido hubiera sido producto del delirio causado por el cansancio, el hambre y la sed. Por supuesto, no la encontró, pero descubrió a su lado un tulipán rojo. Fue en ese preciso momento y no antes, cuando se percató de que el camino que se había empeñado en seguir sin descanso estaba delimitado por cientos de tulipanes y sintió a la primavera golpearle en el pecho. Fue en ese preciso momento y no antes, cuando se dio cuenta de que no había estado siguiendo un camino, sino un simple surco en la tierra. Que el camino era lo de fuera.

Entonces, salió del surco y, por primera vez en su vida, comenzó a andar para perderse.

lunes, 4 de enero de 2016

El perro.

Cerca del río se hallaba un perro. Era grande, de complexión robusta; su pelo era blanco como el mismísimo invierno; sus ojos eran del color azul intenso del océano, ese que atrae y aterroriza a partes iguales. Era infinitamente bello e infinitamente salvaje.
Aquel perro majestuoso se hallaba roto en aullidos desesperantes, alaridos de dolor que habrían sido capaces de conmover el alma más corrupta. Ensangrentado en el suelo, casi inmóvil, empleaba las últimas fuerzas de su espíritu en un grito de auxilio que nadie parecía oír, cuando apareció una niña.
Era pequeña, menuda; su pelo oscuro como el manto de la noche; sus ojos del color de la miel pura. Era un ser de inocencia y bondad infinitas.
Sin dudarlo un solo instante, abrazó al perro, ignorando la sangre, los gritos y el espanto. Simplemente se hincó de rodillas frente a él y decidió envolver todo lo que cupo del cuerpo del animal en sus pequeños brazos. El perro dejó de llorar, y la niña empezó a entonar una nana que consistía en una simple y dulce melodía. El perro la miraba con sus profundos ojos, inundados del más puro amor, de los que empezaron a brotar lágrimas saladas. La niña no dejó de cantar ni por un segundo, no lo quiso soltar ni por un momento.
Cayó la noche, y el brillo de la luna llena bañó el cuerpo de aquel animal salvaje, que aún seguía magullado, que apenas albergaba ya vida. El canto de los grillos acompañó la voz de la dulce niña, una voz que cantaba a susurros, una voz ya rota y cansada. El hambre y el frío se apoderaron de los dos seres. La niña cerró los ojos primero, el perro quiso resistir un poco más. La observó dormir sobre él, tenía su rostro pegado a su hocico. El animal memorizó cada una de las facciones de aquella niña que siempre sería su niña, y cuando consiguió grabar su rostro en la memoria, se rindió.
A la mañana siguiente, la niña despertó abrazada a la nada, temblaba acurrucada en el suelo. Supo que el perro se había ido, que no volvería y, cómo no, rompió a llorar. Sin embargo, su llanto no era el mismo que una vez había sido: de sus ojos brotaban lágrimas azules, del color azul intenso del océano, ese que atrae y aterroriza a partes iguales. Vio las gotas caer sobre las palmas de sus manos y supo, sin duda alguna, que esas lágrimas no eran suyas.

A partir de aquel día, la dulce niña nunca más volvió a llorar sola.

Polvo.

Él llegó enfadado, como cada día, frustrado sin saber por qué. Lleno de ira y de ganas de herir, a menudo golpeaba cualquier mueble u objeto inerte, y sus gritos retumbaban en las paredes de su casa y de la casa de otros tantos vecinos, que ya ni se extrañaban de escuchar aquel concierto violento. Su mujer sintió de lleno toda aquella rabia demasiadas veces; sobre su rostro, sus brazos, sus piernas...
Pero aquel día ardió su piel magullada, su sonrisa rota, y por un momento su mirada de auxilio se volvió mirada valiente. De lo más profundo de su garganta floreció un grito de protesta que llevaba allí escondido años, un grito que él no quiso permitir. Entonces decidió propinarle el último golpe.
Su cuerpo impactó contra la ventana que había justo detrás de ella. Cayó al suelo desde una altura considerable para descansar sobre un manto de cristales rotos de un tamaño minúsculo. Vista desde el cielo, parecía descansar sobre una nebulosa.
En ese momento, aquellos diminutos cristales tomaron vida propia y empezaron a deslizarse sobre su piel, pero aquellas caricias no ocasionaron ningún daño al cuerpo. En lugar de sangre, tras el paso de cada uno de ellos solo brotó polvo. Así, todo lo que quedaba de ella comenzó a desaparecer. Al cabo de unos minutos, aquello fue lo que quedó del cuerpo marchito: un gran montón de polvo gris y cristales rotos.
Cuando la policía llegó al lugar, el viento ya se había llevado buena parte de los restos, que de todas formas no eran más que restos de un hecho inexplicable. Nadie quiso hablar de la mujer, de los gritos, de los cristales. Ella pasó a ser otra estrella triste de un triste firmamento.