Cuando nacemos, tenemos la increíble capacidad de
fascinarnos por todo. Cada sonido suena a quinta sinfonía, cada imagen es digna
de ser enmarcada, ruedan sobre la piel mil maravillas al tacto y una caricia en
la mejilla es la declaración más profunda y bella que jamás ha existido. Una fascinación que se pierde
irremediablemente cuando el privilegio de vivir se vuelve rutina y hacemos de
este gran regalo un juguete viejo. Sin embargo, hay una fascinación que parece
no perderse nunca, como si fuera innata en el ser humano, y permanece siempre
aferrada al niño entusiasta que todos llevamos dentro. Hablo de la fascinación
por lo naturaleza y de lo fácil que es sentirse libre entre barrotes de madera
si estos tienen copas verdes en lo alto. Nuestro amor por la naturaleza llega a
tal punto que a veces sólo él puede explicar algunos de los hechos más
inexplicables que jamás han ocurrido, como la historia de Adair.
Cuando Adair nació sus ojos eran grises, como ocurre con
todos los niños recién nacidos, pero cuando cumplió su sexto mes de vida sus
ojos se volvieron de un color verde intenso, que no sería tan extraño si no
fuera por la rapidez con la que ocurrió el cambio, que tuvo lugar durante una
sola noche. Básicamente, el niño se durmió con un iris grisáceo y despertó,
entre llantos, con la mirada verde que ya por siempre lo caracterizaría. Sus
padres jamás encontraron explicación. La gente en el pueblo, al enterarse,
empezó a comentar lo ocurrido y entre las muchas historias que inventaron, una
cobró tal fuerza que resistió el paso del tiempo de tal forma que algunos la
toman como hecho verídico. Al parecer, aquella extraña noche en la que Adair
cumplía su sexto mes, la hoja de un roble joven cayó en la cuna del niño, quien
permaneció observándola toda la noche, maravillado por su belleza, hasta que el
verde de aquella hoja de roble se le metió dentro y tiñó sus ojos de verde. No
era una historia más descabellada que cualquier otra historia de pueblo, pero
por algún motivo los ojos de Adair se volvieron casi un mito y el niño creció
así, como si fuera un ser excepcional. Además, los increíbles ojos de Adair
respaldaban casi cualquier leyenda con los que se les relacionase, ya que
poseían un brillo y una intensidad que no dejaban a nadie indiferente.
La personalidad del niño también resultaba inquietante.
Aunque aprendió a hablar pronto, apenas se relacionaba con los demás niños. Le
resultaba extremadamente difícil intimar con nadie, e incluso rehuía el
contacto físico. Encontraba la felicidad en actividades cotidianas, aparentemente
poco importantes, pero que para él significaban muchísimo. Odiaba hablar de su
edad, del colegio, de qué quería ser de mayor o de cuáles eran sus dibujos
favoritos. Cuando cumplió los diez años, pocas cosas habían cambiado en Adair,
a quien ahora sólo le preocupaba que su pelo castaño fuera lo suficientemente
largo como para rozar sus pestañas. Esa era la longitud idónea para él y nadie
pudo hacerle cambiar de opinión: ni un centímetro por arriba ni un centímetro
por debajo, lo cual tenía a su madre siempre pegada a las tijeras en contra de
su voluntad, puesto que el peinado casi ocultaba la belleza mítica de su hijo. Lo
cierto era que Adair odiaba aquellos ojos con todas sus fuerzas. El niño había
demostrado en numerosas ocasiones ser más inteligente que el resto de los de su
edad, y no le hizo falta mucho tiempo para percatarse de que sus ojos podían
intimidar a todo aquel que lo mirase de frente y, lo que era aún peor, llamaban
la atención de todo el mundo. Y él, sobre todas las cosas, odiaba llamar la
atención.
Un día del verano más seco registrado en la historia, Adair
salió de casa sin gafas de sol, sin gorra y con el flequillo recién cortado. Lo
normal hubiera sido que cada persona que se le cruzara por el camino sintiese
el impulso de posar su mirada en la suya, pero por algún extraño motivo eso no
ocurrió. Por primera vez en su vida, nadie se fijó en Adair, nadie murmuró a su
paso y el niño siguió andando hasta que llegó a los límites del pueblo y se
adentró en el bosque. Lo hizo sin titubear, con paso firme, como si conociese
exactamente su destino. Del mismo modo, anduvo entre los árboles hasta que
finalmente cayó la noche.
Los padres de Adair buscaron a su hijo desesperados,
y a ellos se unieron muchos vecinos que, aunque no conocían bien al muchacho,
no podían permanecer ajenos al sufrimiento de aquella pareja. Continuaron
andando el pueblo toda la madrugada hasta que no quedó otra alternativa que
buscar al niño en el bosque. Casi todo el pueblo estaba en planta cuando llegó
el alba y el primer rayo de luz asomó por el Este. En ese mismo instante empezó
a llover como hace mucho tiempo no llovía,
el agua pronto dejó la tierra empapada y dejó el bosque con ese olor
intenso que sólo puede identificarse con la propia vida.
La madre de Adair cayó entonces al suelo. Rendida, hincó las
rodillas frente a un roble joven y empezó a llorar. Tras el primer sollozo,
escuchó un búho ulular. Levantó la vista y vio al ave posada en lo más alto del
roble, que a su vez la miraba fijamente. Inmediatamente, la mujer dejó de
llorar y se sintió profundamente aliviada. No era la primera vez que miraba
aquellos ojos.
Todos volvieron a casa desolados, prometiendo reanudar la
búsqueda tras unas horas de descanso. Todos salvo la madre de Adair, que
recorrió el camino de vuelta casi en trance. Como se pueden imaginar, nunca más
se supo nada de aquél niño que nació condenado a convertirse en leyenda y que
todos añoraban aunque pocos llegasen a quererlo. Sólo dos personas, sus padres,
llegaron a amarlo con devoción, y para ellos no cantaba ningún gallo al
amanecer. Para ellos, sólo para ellos, cada mañana ululaba un búho en el
bosque.