domingo, 13 de marzo de 2016

La caja.

Siempre he pensado que este texto merecía una pequeña explicación, porque resulta difícil entender "La caja" en una primera lectura. Yo tengo problemas de ansiedad desde los catorce o quince años, creo. Tengo etapas en las que apenas me acuerdo de ella, otras en las que está terriblemente presente. Escribí "La caja" como un cuadro de mis síntomas en esos momentos que, ahora sí, cualquier persona que haya padecido lo mismo podrá reconocer. Y en realidad creo que este mal todos lo hemos sufrido en mayor o menor medida en algún momento de nuestras vidas.


Durante un tiempo viví en una caja de cristal. Era enorme, y a través de sus paredes entraba tantísima luz que a menudo era difícil conciliar el sueño. Ni siquiera de noche la caja de cristal en la que vivía dejaba de brillar, ni de latir. Sí, lo cierto es que la caja latía como un órgano vivo. Había días en los que aquellos latidos solo se percibían como un pequeño temblor en las paredes. Era molesto, sí, y nunca llegué a acostumbrarme, pero aquellos días eran un regalo en comparación con la mayoría de los días.
Los latidos de la caja se aceleraban y ésta aumentaba muchísimo más su movimiento. Ya no sólo ocurrían temblores, las paredes perdían su forma natural y se abultaban, convirtiendo la caja cuadrada casi en un globo. Como consecuencia, las paredes se agrietaban y el sonido punzante de los cristales quebrarse inundaba todo el espacio y penetraba incluso las paredes de mi propia mente. El aire que entraba entre las grietas era tan denso que muchas veces respirar se hacía difícil.
En realidad, nada era fácil allí, y yo pasaba mis días intentando recordar cómo había llegado a ese lugar maldito que jamás elegí como hogar.

Ya no vivo en la caja de cristal, pero durante un tiempo “viví” en una caja llamada Ansiedad.

domingo, 6 de marzo de 2016

Adair.

Cuando nacemos, tenemos la increíble capacidad de fascinarnos por todo. Cada sonido suena a quinta sinfonía, cada imagen es digna de ser enmarcada, ruedan sobre la piel mil maravillas al tacto y una caricia en la mejilla es la declaración más profunda y bella que jamás ha existido.  Una fascinación que se pierde irremediablemente cuando el privilegio de vivir se vuelve rutina y hacemos de este gran regalo un juguete viejo. Sin embargo, hay una fascinación que parece no perderse nunca, como si fuera innata en el ser humano, y permanece siempre aferrada al niño entusiasta que todos llevamos dentro. Hablo de la fascinación por lo naturaleza y de lo fácil que es sentirse libre entre barrotes de madera si estos tienen copas verdes en lo alto. Nuestro amor por la naturaleza llega a tal punto que a veces sólo él puede explicar algunos de los hechos más inexplicables que jamás han ocurrido, como la historia de Adair.
Cuando Adair nació sus ojos eran grises, como ocurre con todos los niños recién nacidos, pero cuando cumplió su sexto mes de vida sus ojos se volvieron de un color verde intenso, que no sería tan extraño si no fuera por la rapidez con la que ocurrió el cambio, que tuvo lugar durante una sola noche. Básicamente, el niño se durmió con un iris grisáceo y despertó, entre llantos, con la mirada verde que ya por siempre lo caracterizaría. Sus padres jamás encontraron explicación. La gente en el pueblo, al enterarse, empezó a comentar lo ocurrido y entre las muchas historias que inventaron, una cobró tal fuerza que resistió el paso del tiempo de tal forma que algunos la toman como hecho verídico. Al parecer, aquella extraña noche en la que Adair cumplía su sexto mes, la hoja de un roble joven cayó en la cuna del niño, quien permaneció observándola toda la noche, maravillado por su belleza, hasta que el verde de aquella hoja de roble se le metió dentro y tiñó sus ojos de verde. No era una historia más descabellada que cualquier otra historia de pueblo, pero por algún motivo los ojos de Adair se volvieron casi un mito y el niño creció así, como si fuera un ser excepcional. Además, los increíbles ojos de Adair respaldaban casi cualquier leyenda con los que se les relacionase, ya que poseían un brillo y una intensidad que no dejaban a nadie indiferente.
La personalidad del niño también resultaba inquietante. Aunque aprendió a hablar pronto, apenas se relacionaba con los demás niños. Le resultaba extremadamente difícil intimar con nadie, e incluso rehuía el contacto físico. Encontraba la felicidad en actividades cotidianas, aparentemente poco importantes, pero que para él significaban muchísimo. Odiaba hablar de su edad, del colegio, de qué quería ser de mayor o de cuáles eran sus dibujos favoritos. Cuando cumplió los diez años, pocas cosas habían cambiado en Adair, a quien ahora sólo le preocupaba que su pelo castaño fuera lo suficientemente largo como para rozar sus pestañas. Esa era la longitud idónea para él y nadie pudo hacerle cambiar de opinión: ni un centímetro por arriba ni un centímetro por debajo, lo cual tenía a su madre siempre pegada a las tijeras en contra de su voluntad, puesto que el peinado casi ocultaba la belleza mítica de su hijo. Lo cierto era que Adair odiaba aquellos ojos con todas sus fuerzas. El niño había demostrado en numerosas ocasiones ser más inteligente que el resto de los de su edad, y no le hizo falta mucho tiempo para percatarse de que sus ojos podían intimidar a todo aquel que lo mirase de frente y, lo que era aún peor, llamaban la atención de todo el mundo. Y él, sobre todas las cosas, odiaba llamar la atención.
Un día del verano más seco registrado en la historia, Adair salió de casa sin gafas de sol, sin gorra y con el flequillo recién cortado. Lo normal hubiera sido que cada persona que se le cruzara por el camino sintiese el impulso de posar su mirada en la suya, pero por algún extraño motivo eso no ocurrió. Por primera vez en su vida, nadie se fijó en Adair, nadie murmuró a su paso y el niño siguió andando hasta que llegó a los límites del pueblo y se adentró en el bosque. Lo hizo sin titubear, con paso firme, como si conociese exactamente su destino. Del mismo modo, anduvo entre los árboles hasta que finalmente cayó la noche. 
Los padres de Adair buscaron a su hijo desesperados, y a ellos se unieron muchos vecinos que, aunque no conocían bien al muchacho, no podían permanecer ajenos al sufrimiento de aquella pareja. Continuaron andando el pueblo toda la madrugada hasta que no quedó otra alternativa que buscar al niño en el bosque. Casi todo el pueblo estaba en planta cuando llegó el alba y el primer rayo de luz asomó por el Este. En ese mismo instante empezó a llover como hace mucho tiempo no llovía,  el agua pronto dejó la tierra empapada y dejó el bosque con ese olor intenso que sólo puede identificarse con la propia vida.
La madre de Adair cayó entonces al suelo. Rendida, hincó las rodillas frente a un roble joven y empezó a llorar. Tras el primer sollozo, escuchó un búho ulular. Levantó la vista y vio al ave posada en lo más alto del roble, que a su vez la miraba fijamente. Inmediatamente, la mujer dejó de llorar y se sintió profundamente aliviada. No era la primera vez que miraba aquellos ojos.

Todos volvieron a casa desolados, prometiendo reanudar la búsqueda tras unas horas de descanso. Todos salvo la madre de Adair, que recorrió el camino de vuelta casi en trance. Como se pueden imaginar, nunca más se supo nada de aquél niño que nació condenado a convertirse en leyenda y que todos añoraban aunque pocos llegasen a quererlo. Sólo dos personas, sus padres, llegaron a amarlo con devoción, y para ellos no cantaba ningún gallo al amanecer. Para ellos, sólo para ellos, cada mañana ululaba un búho en el bosque.