viernes, 22 de abril de 2016

Nereo

Hay personas que sólo son capaces de enseñar grandes lecciones desde la locura, quizá porque sólo dentro de ella pueden aprenderse ciertas cosas. Una de las mayores lecciones de mi vida la aprendí de un hombre que no parecía estar cuerdo y sin embargo sabía más de la pérdida que ninguna otra persona que haya conocido jamás.

Este hombre era un vecino del pueblo al que siempre podías encontrar en el mismo lugar. Hace dos años dijo tener doscientos, pero nunca supe si era verdad o mentira pues era imposible adivinar su edad a simple vista y no había indicios que contradijeran esos doscientos años que él se atribuía. Se llamaba Nereo, tenía el pelo absolutamente blanco, las cejas absolutamente blancas, el bigote absolutamente blanco y un gorro absolutamente blanco que protegía su piel de los rayos del sol. Nereo se sentaba todos los días a la orilla del mar y se ponía de rodillas a rezarle a las olas, o eso me parecía a mí. Este último factor era el único que me hacía dudar de sus doscientos años de edad, pues ya a los ochenta resulta difícil agacharse y este señor se arrodillaba y acuclillaba como un niño, pero al fin y al cabo a mí no me incumbe el tiempo de vida de este hombre, ni el dolor de sus rodillas o la ausencia de dicho dolor.
Nereo era conocido por todos en el pueblo pesquero. Era un hombre de sal entre otros tantos y sabía muchísimo de peces, de mareas y de otros muchos temas que en su momento necesitó saber. Al contrario de lo que podría parecer, Nereo tenía un sentido del humor joven y envidiable, una sonrisa amplia y sospechosamente llena de dientes que no dudaba en mostrar cada vez que se presentaba la ocasión. Yo solía hablar con él en esos días en los que uno necesita hablar de cualquier cosa menos de sí mismo. Él amaba hablar de la mar y si he llegado a conocerla ha sido gracias a él. Un día me atreví a preguntarle la cuestión evidente, qué hacía allí siempre, hincado de rodillas mirando al horizonte durante horas.

- Verás, una vez hace años vi un pez que no era como cualquier otro. Apareció un otoño por esta zona, yo ni siquiera estaba de pesca, paseaba por aquí y al mirar dentro del agua lo vi y me recordó a una mujer. No me mires así, sé que una mujer y un pez no tienen nada que ver pero este pez sí tenía mucho de mujer, créeme. Sólo lo vi aquel otoño, pero estoy seguro de que también viene en verano, y seguro que en primavera y en invierno se pasa por aquí también. Ojalá cuando vuelva estés tú aquí y lo veas, a mi pez con forma de mujer.

Nereo me repitió cientos de veces la historia de aquel pez desde aquel día. Me dijo que no se parecía a una sirena, que esas cosas no existen y que gracias a Dios sus doscientos años no le han hecho  perder la cordura y sabe distinguir un pez de una sirena, y una sirena de un pez con forma de mujer. También me dijo que la primera y única vez que lo vio su pelo aún era negro azabache, de hecho bromeaba diciendo que perdió el color al perder al pez. Yo nunca lo creí, pero siempre amé los cuentos, así que le solía hacer más y más preguntas simplemente para oírle hablar.

- Si algún día ves al pez, niña, ven aquí y dímelo, que quizá él también me esté buscando en otra parte. Ya sabes cómo son los peces, tienen mala memoria. Menos mal que yo aún puedo recordar cada detalle de aquel día y de casi cualquier día de mi vida, si no fuera así no sé qué sería de mí. Así que ya sabes, niña, si ves al pez ven y avísame, aunque dudo que lo veas. Es del mismo color que el agua y se confunde, parece no estar y está, si te fijas bien puede verse. Yo lo vi porque soy pescador y sabemos de esas cosas, pero es difícil de ver. De todas formas, niña, si lo ves avisa, le dices que espere un momento y me llamas.

En otra de nuestras largas conversaciones le pregunté a Nereo hasta cuándo estaría esperando a aquel pez y me dijo que lo haría hasta que él quisiera, que si estaba allí era porque se le apetecía, pero que se trataba de algo temporal.

- Aún soy joven, me quedan al menos otros doscientos años, así que puedo permitirme estar aquí, pero algún día me haré mayor y tendré que abandonar mi espera. Uno no puede pasarse la vida esperando, niña, no se puede.

Sin embargo, Nereo seguía estando allí, en el mismo sitio a la misma hora cada día, para quien quisiera encontrarlo. Las conversaciones que tenía con Nereo eran maravillosas, todas y cada una de ellas derrochaban fantasía pero un día me dijo algo que me sonó brutalmente real.

- Cuando las olas vuelven a la mar arrastran consigo los callaos de la orilla. Yo ya he visto a muchos irse con las olas, siempre se despiden de mí en un murmullo mientras chocan unos contra otros y se van. Un día me dirán que me vaya con ellos y quién sabe, quizá me lleven a ver a mi pez.

Por algún motivo quise llorar cuando Nereo me dijo aquello, pero él no se dio cuenta. Ni siquiera sé si se daba cuenta de que yo estaba allí con él oyendo todo lo que decía. Ni siquiera sé si era consciente de todo lo que decía.

Un día fui a ver a Nereo y no estaba. Pregunté por él y nadie supo decirme su paradero. Me senté en su lugar en la orilla, con la esperanza de que apareciera tarde o temprano, de que simplemente se hubiera quedado dormido, de que tuviera una cita demasiado importante y pronto volviera a su puesto en la playa. Estuve allí hasta que la marea empezó a bajar y al oír los callaos chocar justo antes de perderse en las olas supe dónde estaba Nereo.

Aquel día supe que Nereo siempre había sido un niño, un niño que esperaba su sueño sin saber qué hacer y el día que no lo encontré fue porque había crecido. Doscientos años después de su nacimiento, Nereo había madurado y se había marchado en busca de su pez.
Porque uno no puede pasarse la vida esperando.

viernes, 8 de abril de 2016

Alma

Era un día cualquiera de otoño y un joven iba caminando por una calle cualquiera de una ciudad, cuando vio un gran número de personas agrupadas en torno a algo. Prácticamente todos reían con esa clase de risa socarrona, esa que acompaña a casi cualquier burla, y absolutamente todos tenían en la mano sus teléfonos móviles y apuntaban a lo que sea que estuvieran rodeando. Rápidamente dedujo que sacaban vídeos o fotos, y se acercó, dando codazos, para ver qué despertaba tanta expectación.
En el centro de lo que parecía un espectáculo circense había una chica. Su piel era increíblemente pálida, rodeaba sus rodillas con los brazos y su pelo azul zafiro caía sobre su espalda y ese era su único abrigo. La joven estaba completamente desnuda, mostraba su hermosa piel, cada uno de sus pliegues y varias cicatrices, que sólo la hacían más bella. Lo primero que pensó el joven cuando vio a la muchacha fue que se trataba de un ser fantástico, una sirena o un hada, y casi logró olvidarse del jaleo que ocurría a su alrededor. Casi no se dio cuenta de que aquella chica de cuento escondía la cara porque estaba llorando.
El muchacho rompió el espacio que separaba a la chica del grupo de personas y se hundió en el mar de luces, de flashes, que nunca paraban y caían como golpeando a aquella criatura gloriosa. La joven, al sentir la presencia del chico, levantó la vista y el muchacho sintió que podía ahogarse en el azul de sus ojos, que sin duda alguna eclipsaba el azul de su pelo. Unos ojos que irradiaban tristeza, que pedían ayuda desesperadamente.
- Levántate, ven conmigo, todos te miran. No tienes que quedarte aquí- dijo el muchacho.
- No soy cuerpo - contestó ella- Nunca lo he sido. No hay nada de mí en esas fotos, no soy materia. No tengo nada que ver con toda esta carne y hueso. Nací encerrada, por eso lloro. Nací presa y mortal y todos creen que soy todo esto; que soy tangible, visible y siempre me sentí infinita y etérea. No soy cuerpo - continuó entre sollozos- soy alma y nadie lo oye. Nadie lo oye. Ayúdame, hazles entender que soy alma. Llámame Alma.

El muchacho no supo qué decir y dejó a la joven allí llorando, todo lo que dijo le sonó a grito mudo, un grito mudo que le caló muy dentro. Pasaron los años y el joven seguía pensando en Alma, en la chica que no era cuerpo y a la que no podía ayudar. Se preguntaba qué habría sido de ella, si alguien la habría recogido del frío asfalto. Si habrían dejado de hacerle fotos. Si alguien más, a parte de él, la habría escuchado. Si alguien le habría preguntado siquiera el motivo de su llanto. Pero había una pregunta que no había parado de plantearse cada día desde aquel encuentro.
¿Cuántas Almas más habrá presas en el mundo?