Llevaba seis días caminando en línea recta. Los pies le
ardían, sus manos estaban heladas y todos y cada uno de los músculos de sus
piernas temblaban pidiendo rendición. Por tercera vez ese día, miró la parte
interna de su muñeca izquierda, a la brújula roja que había aparecido sobre su
piel dos días antes de empezar a andar. Sus manecillas seguían dando vueltas
frenéticamente apuntando en todas direcciones, como el día que aparecieron. Sin embargo, aunque aquellas manecillas no podían indicarle que debía seguir caminando de
frente, él lo hizo de todas formas, porque era la única dirección natural del
camino y, debido a esto mismo, porque era la dirección más lógica.
Continúo en esa situación dos días más cuando, finalmente,
se desplomó. En el suelo, el caminante volvió a echar un vistazo a aquella
brújula maldita, que le había hecho pensar que poseía un destino, un futuro, un
lugar que le era propio y nadie le podría arrebatar. Un destino a su medida. Sintió
decepción, impotencia y rabia; su temperatura corporal
aumentó considerablemente y el calor de su piel fue tal, que la brújula comenzó
a derretirse y en su muñeca izquierda solo quedó un montón de líquido rojo que
podría haber sido su propia sangre. Una gota se precipitó al suelo y penetró en
la tierra. El caminante perdió el conocimiento.
Al amanecer, abrió los ojos y buscó la brújula desesperado,
esperando que todo lo acontecido hubiera sido producto del delirio causado por
el cansancio, el hambre y la sed. Por supuesto, no la encontró, pero descubrió
a su lado un tulipán rojo. Fue en ese preciso momento y no antes, cuando se
percató de que el camino que se había empeñado en seguir sin descanso estaba
delimitado por cientos de tulipanes y sintió a la primavera golpearle en el
pecho. Fue en ese preciso momento y no antes, cuando se dio cuenta de que no
había estado siguiendo un camino, sino un simple surco en la tierra. Que el
camino era lo de fuera.
Entonces, salió del surco y, por primera vez en su vida,
comenzó a andar para perderse.
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