Cerca del río se hallaba un perro. Era grande, de complexión robusta; su pelo era blanco como
el mismísimo invierno; sus ojos eran del color azul intenso del océano, ese que
atrae y aterroriza a partes iguales. Era infinitamente bello e infinitamente
salvaje.
Aquel perro majestuoso se hallaba roto en aullidos
desesperantes, alaridos de dolor que habrían sido capaces de conmover el alma
más corrupta. Ensangrentado en el suelo, casi inmóvil, empleaba las últimas
fuerzas de su espíritu en un grito de auxilio que nadie parecía oír, cuando apareció
una niña.
Era pequeña, menuda; su pelo oscuro como el manto de la
noche; sus ojos del color de la miel pura. Era un ser de inocencia y bondad
infinitas.
Sin dudarlo un solo instante, abrazó al perro, ignorando la
sangre, los gritos y el espanto. Simplemente se hincó de rodillas frente a él y
decidió envolver todo lo que cupo del cuerpo del animal en sus pequeños brazos.
El perro dejó de llorar, y la niña empezó a entonar una nana que consistía en
una simple y dulce melodía. El perro la miraba con sus profundos ojos, inundados del más puro amor, de los que empezaron a brotar lágrimas saladas. La niña no
dejó de cantar ni por un segundo, no lo quiso soltar ni por un momento.
Cayó la noche, y el brillo de la luna llena bañó el cuerpo
de aquel animal salvaje, que aún seguía magullado, que apenas albergaba ya
vida. El canto de los grillos acompañó la voz de la dulce niña, una voz que
cantaba a susurros, una voz ya rota y cansada. El hambre y el frío se
apoderaron de los dos seres. La niña cerró los ojos primero, el perro quiso
resistir un poco más. La observó dormir sobre él, tenía su rostro pegado a su
hocico. El animal memorizó cada una de las facciones de aquella niña que
siempre sería su niña, y cuando consiguió grabar su rostro en la memoria, se
rindió.
A la mañana siguiente, la niña despertó abrazada a la nada,
temblaba acurrucada en el suelo. Supo que el perro se había ido, que no
volvería y, cómo no, rompió a llorar. Sin embargo, su llanto no era el mismo
que una vez había sido: de sus ojos brotaban lágrimas azules, del color azul
intenso del océano, ese que atrae y aterroriza a partes iguales. Vio las gotas
caer sobre las palmas de sus manos y supo, sin duda alguna, que esas lágrimas
no eran suyas.
A partir de aquel día, la dulce niña nunca más volvió a
llorar sola.
Adoro como escribes
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