lunes, 4 de enero de 2016

El perro.

Cerca del río se hallaba un perro. Era grande, de complexión robusta; su pelo era blanco como el mismísimo invierno; sus ojos eran del color azul intenso del océano, ese que atrae y aterroriza a partes iguales. Era infinitamente bello e infinitamente salvaje.
Aquel perro majestuoso se hallaba roto en aullidos desesperantes, alaridos de dolor que habrían sido capaces de conmover el alma más corrupta. Ensangrentado en el suelo, casi inmóvil, empleaba las últimas fuerzas de su espíritu en un grito de auxilio que nadie parecía oír, cuando apareció una niña.
Era pequeña, menuda; su pelo oscuro como el manto de la noche; sus ojos del color de la miel pura. Era un ser de inocencia y bondad infinitas.
Sin dudarlo un solo instante, abrazó al perro, ignorando la sangre, los gritos y el espanto. Simplemente se hincó de rodillas frente a él y decidió envolver todo lo que cupo del cuerpo del animal en sus pequeños brazos. El perro dejó de llorar, y la niña empezó a entonar una nana que consistía en una simple y dulce melodía. El perro la miraba con sus profundos ojos, inundados del más puro amor, de los que empezaron a brotar lágrimas saladas. La niña no dejó de cantar ni por un segundo, no lo quiso soltar ni por un momento.
Cayó la noche, y el brillo de la luna llena bañó el cuerpo de aquel animal salvaje, que aún seguía magullado, que apenas albergaba ya vida. El canto de los grillos acompañó la voz de la dulce niña, una voz que cantaba a susurros, una voz ya rota y cansada. El hambre y el frío se apoderaron de los dos seres. La niña cerró los ojos primero, el perro quiso resistir un poco más. La observó dormir sobre él, tenía su rostro pegado a su hocico. El animal memorizó cada una de las facciones de aquella niña que siempre sería su niña, y cuando consiguió grabar su rostro en la memoria, se rindió.
A la mañana siguiente, la niña despertó abrazada a la nada, temblaba acurrucada en el suelo. Supo que el perro se había ido, que no volvería y, cómo no, rompió a llorar. Sin embargo, su llanto no era el mismo que una vez había sido: de sus ojos brotaban lágrimas azules, del color azul intenso del océano, ese que atrae y aterroriza a partes iguales. Vio las gotas caer sobre las palmas de sus manos y supo, sin duda alguna, que esas lágrimas no eran suyas.

A partir de aquel día, la dulce niña nunca más volvió a llorar sola.

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