lunes, 4 de enero de 2016

Polvo.

Él llegó enfadado, como cada día, frustrado sin saber por qué. Lleno de ira y de ganas de herir, a menudo golpeaba cualquier mueble u objeto inerte, y sus gritos retumbaban en las paredes de su casa y de la casa de otros tantos vecinos, que ya ni se extrañaban de escuchar aquel concierto violento. Su mujer sintió de lleno toda aquella rabia demasiadas veces; sobre su rostro, sus brazos, sus piernas...
Pero aquel día ardió su piel magullada, su sonrisa rota, y por un momento su mirada de auxilio se volvió mirada valiente. De lo más profundo de su garganta floreció un grito de protesta que llevaba allí escondido años, un grito que él no quiso permitir. Entonces decidió propinarle el último golpe.
Su cuerpo impactó contra la ventana que había justo detrás de ella. Cayó al suelo desde una altura considerable para descansar sobre un manto de cristales rotos de un tamaño minúsculo. Vista desde el cielo, parecía descansar sobre una nebulosa.
En ese momento, aquellos diminutos cristales tomaron vida propia y empezaron a deslizarse sobre su piel, pero aquellas caricias no ocasionaron ningún daño al cuerpo. En lugar de sangre, tras el paso de cada uno de ellos solo brotó polvo. Así, todo lo que quedaba de ella comenzó a desaparecer. Al cabo de unos minutos, aquello fue lo que quedó del cuerpo marchito: un gran montón de polvo gris y cristales rotos.
Cuando la policía llegó al lugar, el viento ya se había llevado buena parte de los restos, que de todas formas no eran más que restos de un hecho inexplicable. Nadie quiso hablar de la mujer, de los gritos, de los cristales. Ella pasó a ser otra estrella triste de un triste firmamento.

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