viernes, 20 de octubre de 2017

La brújula

Una vez tuve una brújula que apenas aprendí a usar.

Le dio vida a mis mapas haciendo del globo un relato. Reinventó las coordenadas en su propia geografía y me explicó la astronomía de un deseo fugaz.

Con ella encontré la voz de mi canto en el paso de un baile que no conocía y a las ocho de la tarde, todos los días, apuntaba al horizonte en su quebranto de arrebol.

Pintó en la arena su himno y le hizo un dibujo abstracto. Me dio un norte con su ejemplo y un impulso del que me apropié: unas alas que construir y un prisma por el que ver.

Una vez tuve una brújula que me dio ganas de cre(c)er. Y en la risa que aún no conozco espero verla de nuevo, eterna e inmarcesible.

Como una flor de papel.

jueves, 2 de febrero de 2017

La abuela

El niño tenía unos ocho años cuando descubrió el reloj de la cocina de su abuela. Se pasaba allí los días de verano, y probablemente aquel reloj llevase en la cocina más años que él en el mundo, pero fue a esa edad cuando realmente le prestó atención. Era absolutamente hermoso. Las agujas se desplazaban lentamente sobre un fondo que había sido pintado con colores que juraría no haber visto jamás.
Predominaban en él el morado, el verde agua y el azul claro, que se entremezclaban con otros tantos colores de tal forma que resultaba difícil adivinar el principio de un trazo y de otro o delimitar el contorno de algún objeto. Sin embargo, el pequeño distinguió fácilmente una rosa rodeando el número dos. La belleza de aquella flor pintada era tan fascinante como lo era el resto del cuadro, y estuvo mirándola embobado varios minutos antes de darse cuenta de que cada número poseía un acompañante. Alrededor del número cuatro, un pájaro amarillo abría sus alas en un abrazo. Jamás había visto un pájaro parecido, ni siquiera en el parque o en el jardín, aunque de todas formas dudaba que pudiera existir una criatura como aquella. Sobre el número ocho parecía posarse una mariposa blanca y sus alas absorbían el morado, el verde, el azul, el amarillo, el rojo y todos los colores que se habían derramado sobre el reloj formando una fantástica iridiscencia.
La abuela del niño lo estuvo observando tanto tiempo como el pequeño permaneció absorto en el reloj, y en los ojos de ambos se percibía el mismo brillo. La señora, finalmente, interrumpió la ensoñación de su nieto.
-  ¿Te gusta el reloj de la abuela?
El niño sólo supo preguntarle de dónde había sacado aquel reloj mágico y dónde podía conseguir uno.
 -  No puedes conseguir uno igual, lo pinté yo, pero me alegra que reconozcas en él la magia. Los pinceles y colores que usé no son de este mundo, por eso el reloj posee ciertas cualidades fuera de lo común.
El pequeño enloqueció al escuchar las palabras, pero lo hizo sin pronunciarse para no interrumpir el relato de su abuela.
 - ¿Ves la rosa? ¿El pájaro? ¿La mariposa? Cuando la aguja mayor señala el número doce y la menor alcanza a una de las criaturas, estas cobran vida.
Tenía ocho años, pero no era tonto. En aquel mismo instante la aguja mayor señalaba las doce, la menor el ocho, y allí no había ninguna mariposa blanca que diese credibilidad alguna a la historia de su abuela.
 - No, cariño, no. Si aparecieran aquí no tendría gracia. Ellos nacen en alguna parte del mundo, lejos de aquí, pero siempre gracias a mi reloj mágico. Él da vida a todos los seres hermosos que puedas imaginar.
A partir de aquel día, cada hora resultaba apasionante para el pequeño. A menudo detenía sus juegos para correr a la cocina, y si coincidían las agujas en los lugares mágicos de pronto sentía ganas de festejar. Se imaginaba a la rosa naciendo del capullo, al pájaro del huevo en su nido, a la mariposa salir de la crisálida por vez primera. Era absolutamente fascinante y aunque a veces le resultaba difícil creer que todo fuera a causa del reloj, todas sus dudas se disipaban al contemplar sus colores imposibles.
La sensación de poseer un tesoro le duró meses. Cuando empezó el colegio, en septiembre, no paraba de pensar en su abuela, en su reloj y se preguntaba, al mirar los relojes comunes en las aulas, por qué no poseían todos ellos la misma magia. Si cada reloj fuese mágico y cada uno tuviera dibujado criaturas distintas el mundo sería mil veces mejor, o eso pensaba él. De seguro, sería mil veces más bonito.
El invierno pasó rápido y la primavera volvió a empezar como cada año. Sin embargo, esta primavera fue más fría. Una tarde lluviosa de mayo, el pequeño se dirigía a casa de su abuela, pero nadie sonreía. Al llegar a la puerta le advirtieron que ella no podría recibirle.
Le hablaron de estar en un sitio mejor, del paso de los años, le hablaron de que, aun así, ella siempre lo iba a cuidar. Esto último le pareció tan obvio que le costó trabajo asimilar por qué era necesario aclararlo. De todos modos, no quiso preguntar. No buscó a su abuela en la casa, porque si no había ido a recibirle era evidente que no estaba. Se sentó junto a los mayores y sólo volvió de entre sus pensamientos cuando escuchó el verbo “morir”, que le llamó la atención lo suficiente como para romper su silencio y por fin preguntar qué estaba pasando. Cuestionó el significado de ese verbo unas diez veces a diez adultos distintos, pero ninguno le dio una definición clara que pudiese comprender.
Hasta que finalmente, su padre le dijo...
 - Ya no existe, cariño. No vive. Al menos, no aquí.
Y esas dos últimas palabras sí tenían más sentido. Salió corriendo de la sala de estar dirección a la cocina. Lo hizo como si se le escaparan los segundos de las manos, y si hubiera tenido alas que extender habría despegado en su primer vuelo. Se plantó frente al reloj y una sonrisa enorme inundó su rostro, un brillo encendió sus ojos tal y como sucedió aquel día de verano en el que descubrió la gran maravilla.
La aguja grande en el doce, la pequeña en el número dos. En la rosa. Y aunque no supo dónde se encontraba exactamente, tuvo la certeza total de que su abuela no estaba en casa. Porque al fin y al cabo las casas son aburridas, las paredes, los muebles, todas esas cosas son aburridas.
Y pensó en lo mucho que hablan los adultos de morir y lo poco que entienden de la vida. Porque a las dos en punto su abuela acababa de florecer en alguna parte del globo y eso le hizo inmensamente feliz. Porque su abuela se merecía ser esa rosa.

“Él da vida a todos los seres hermosos que puedas imaginar”

E imaginó una rosa alada e iridiscente. Una que poseyera toda la magia del tiempo.

Su rosa.