martes, 2 de febrero de 2016

Vista cansada.

Para ella los colores se habían apagado hace tiempo. No era capaz de recordar la última vez que vio un rojo, un naranja o un amarillo con toda esa energía vibrante que estos colores desprenden. Tampoco percibía los verdes, ni los azules, ni los violetas, pero ella extrañaba inmensamente los colores vibrantes. Le gustaba llamar "vista cansada" a su patología no diagnosticada. A menudo bromeaba con el término y hacía un chiste de aquel tormento, como hacía con casi todos sus dolores.
Desde hacía mucho tiempo, la joven miraba el mundo como se mira una foto vieja, con una fina capa de polvo que deja una imagen desprovista de cualquier brillo. Era difícil, aunque no inviable, vivir en un mundo apagado. A veces era inevitable contagiarse del tedio que percibía  y también se le apagaban las ganas de mirar cualquier cosa. Uno de esos días, decidió cerrar los ojos fuertemente un instante e imaginar la vida usando diez mil paletas.
En la libertad que su mente era capaz de proporcionarle no existían filtros, ni polvo, ni tedio, ni gris; halló dentro de sí una obra impresionista, que era a su vez otras cien obras y en estas cien se hallaban otras mil. Cada pincelada era todo un concepto artístico para la chica de vista cansada.
Cuando descubrió la magia que poseía dentro se volvió completamente adicta. A menudo pasaba horas sentada con los ojos cerrados y una sonrisa plena. Sus amigos y familiares cercanos no eran capaces de entender ese nuevo comportamiento, que poco a poco pasó a ser hábito, un hábito que pasó a ser problema cuando este estado la poseyó varias semanas seguidas.
Durante aquellos días pasaba las mañanas recorriendo paisajes de Monet, almorzaba con los remeros de Renoir, cada atardecer corría por las playas de Sorolla, donde hacía flotar algún barquito y no hubo una sola noche que no pintase su amado Van Gogh. Era sencillo volverse adicta a todo aquel arte, sería sencillo acabar la historia como acaban casi todas las historias de adicciones. Habría sido muy fácil dejarse morir en el lienzo.

Pero ningún corazón debe latir con el simple objetivo de pararse.

La joven logró salir de aquel mundo como quien sale de un sueño profundo: estiró sus brazos, frotó sus ojos y volvió a habituarse al matiz grisáceo. Unos días después, plantó girasoles en la ventana y le pareció atisbar un destello cuando brotó el primer tallo. Frente a la ventana puso un caballete, un lienzo en blanco, cogió un pincel empapado en pintura y dio el primer trazo. Lo hizo cerrando sus ojos fuertemente y así dejó brotar todo el arte que hasta entonces se había guardado.

Del mar.

Lo peligroso del mar es que todo lo convierte en poema, hasta la muerte.
Hipnotizada por su vaivén, encerrada tras mil fronteras, siento celos de su libertad. Cada gota en él un pedazo de ti, de mí o de algo supremo, y me embriaga su poder, su magia, su sabiduría muda.
En la orilla, la brisa me susurra en verso promesas de eternidad.
Porque lo peligroso del mar es que seduce, que hace poesía hasta de la muerte.