martes, 11 de diciembre de 2018

El parásito


Este desastre es más tuyo que mío, por eso me gobierna como un parásito.
Me gobierna un parásito que vive con vicio de mí.

Que dice:

Imagina que.
Me duele que.
Me encuentro que.
Me pierdo qué.

Qué por qué es menos.

Menos de un yo sin ti y de que entiendas.

Menos por menos son más "qués".

Entonces,

si el parásito se sabe dueño y gobernante viene y me hiere.

Navega en la corriente del pensamiento.
En esta consciencia de la cual me desligo y que es esto que acabo de decir.

Navega luego en otras, en corrientes más superfluas, y se queda estancado en un fa sostenido en sístole, colapsando un mi en diástole.

Un mi a mí, sin voz.

Mudo como aquel que te dice que no temas y lleva el miedo atado a la laringe.

A la, a mi, a fa, a si.

"Y si..."

Imaginaquemeduelequemeencuentroquemepierdoqué

Siempre pierdo.

Tu parásito no sabe mentir.


miércoles, 24 de octubre de 2018

Un rostro

Hay un rostro en mi cama que me llora como un hijo llora una madre tras haberla perdido. Como supongo que me llora la muerte cada día que pasa sin mí. Me gustaría decir que la lloro de vuelta, para no parecer un ser insensible. Pero lo cierto es que solo la lloro los días que la necesito.

"Ese rostro en tu cama, cariño, no eres tú aunque se parece."

Dice ella en esos días en que no me aguanto ni yo y quiero invitarla a tomarse un café con sabor a sal en el fondo de mí.

Entonces, el rostro sonríe porque adora el mar sin haberlo visto. Los ignorantes siempre aman más y hacen más ruido.

Como las olas al romperse en septiembre.
Como se rompen los cuerpos tras sístole y diástole.
O como la razón rompe los sentidos.

"Ese rostro en tu cama, cariño, son el llanto, la madre, el hijo.

Y son tus ganas de volver."


Dijo ella la última vez que la quise conmigo.

martes, 25 de septiembre de 2018

[25,09]


Prometí no volver a escribirte hace 300 días, 3600 horas y 18000 minutos, siendo la suma del mínimo común múltiplo y el máximo común divisor de estas cifras el número de veces que he faltado a mi palabra.

O no.

Porque soy de letras.

Y por eso son ellas las que me restan y dividen cuando te dedico al menos tres términos del castellano.


Ya sean estos un "Hola, cómo estás" 
o un "Vuelve por favor", puesto que el orden de los factores no altera el producto de haberte perdido. 

De no tenerte y verte en el punto B de todos mis vectores. Aunque aún no haya aprendido a calcular tu magnitud.

En este tiempo, solo he sabido definirte en intervalos. Siendo los valores de los mismos las fechas que compartimos, representados de acuerdo al sistema [día,mes], como si eso fuera a darte un sentido más allá de mis ejes.

Como si el resultado de todo eso no fuera a dar negativo.

Qué pena no haberte estudiado.

Ni haberte querido con la exactitud de cualquier ciencia.

Qué pena haberte invocado con metáforas, símiles, anáforas y aliteraciones que jamás plantearon tus variables.

Que, al no poder resolverte, te escucharon y te volvieron un cuento.

Que creían en ti, como un niño cree en lo subjetivo.

O como te creía yo, cuando te escribía.

En un lugar muy muy lejano,
en un tiempo muy muy lejano.

Como lo son, por ejemplo, este texto y este día.

domingo, 13 de mayo de 2018

ἀν-ἀρχή

Te supe anarquista antes de tiempo.

Porque justo el día antes de conocerte yo estaba pensando en mis sistemas. En cómo me conforman, en sus orígenes y en lo que ellos habían hecho de mí. Llegué a ciertas conclusiones.

Para empezar, tengo muchos.
Obsoletos, erróneos y anquilosados. Que se han impuesto a mis libertades mientras gritaban a favor de las mismas. Que en ellos han quedado corruptos muchos de mis principios.

Que algo ha salido mal y debería admitirlo, porque las heridas de astilla en mis manos no son casualidad. Y el grito ahogado que traigo en el pecho pide ser canción protesta.

Por eso, cuando apareciste veinticuatro horas más tarde, yo te supe anarquista. Porque sonabas a un solo de guitarra. Al de Franz Ferdinand en Take Me Out la mayoría del tiempo. A veces, a la intro de Sweet Child O'Mine, por la sonrisa.

Desafiabas la apatía de la que yo me sabía dueña. Te quise cerca, como buena melómana.

Y como un ateo jamás podría nombrarte 'milagro', yo preferí llamarte 'revolución'.

Antes, incluso, de oír tus argumentos para poder rebatirlos todos. Para decirte que no se puede, que no se hace, que eso no es así. Y sacarte de quicio en tu propia ideología.

Como si no fuera a alistarme en cualquier guerrilla o hacerme cómplice de tu alzamiento.
Como si no fuera a seguirte a la Bastilla para reivindicar así la irreverencia.
Como si esas ganas tuyas de hacer de este mundo cualquier cosa menos esto que es ahora no me invitaran a quedarme.

Y a vernos arder.

Te supe anarquista porque me supe sistema.
Y yo buscaba empezar de nuevo.
Te supe camino porque me quise a tu lado, codo con codo y puño en mano.
Para registrar en mis libros tus victorias, porque de esas sí entiendo.

Aquí está la primera:

Hoy comienzo, hoy te escribo.

Y yo nunca le he escrito a alguien a quien no quiera.

domingo, 29 de abril de 2018

Por una canción de Jesús Garriga

He pensado muchas veces acerca del enamoramiento, el amor y el amor romántico. Creo que es un tema muy de millenials, en realidad. Parece que nuestra generación sea especialista en inteligencia emocional y en reescribir terminología.

Nos gustan las etiquetas y las definiciones. Supongo que será consecuencia directa del sistema en el que nos han forzado a crecer. De cualquier forma, se habla mucho en estos tiempos de cambiar la idea del amor que heredamos de nuestros padres. Yo he hablado de esos temas. He leído bastante también. No sé dónde, porque aquí la información viene de muchos canales y ninguna fuente. Pero he leído, he vivido y después de almacenar toda esa información, he creído saber.

Después de este proceso, he llegado a entender el amor como la capacidad de dejar ir. De anteponer la libertad del otro a la necesidad que uno tiene de la persona que quiere. Como si decir ‘adiós’ sin soltar una lágrima fuera el máximo sacrificio de la edad moderna.

No opino que esté mal.

Pero hace unos meses fui a una charla en mi universidad sobre nuevas generaciones. Sobre viajar o trabajar en nuestros tiempos. Porque ahora todo se hace de otra forma. Una forma que a lo mejor no entiendes del todo, pero como buen millenial deberías estar haciendo ya.

Aquel día éramos unas ochenta personas las que habíamos ido a oír esas historias, como si nosotros no tuviéramos ninguna que contar. Fingiendo ser hojas en blanco en busca de una idea para hacerla cobrar vida. Yo, al menos, fui a eso.

Más o menos a mitad del evento, se acabaron las intervenciones habladas y apareció una guitarra. Así que deduje que la siguiente historia tendría estribillo.

Él se llama Jesús Garriga. Al principio nos habló de todo esto de lo que yo ya he contado un poco. De la información, la velocidad y todo eso. De lo fácil que es comunicarse, también. Casi consiguió engañarme, pensé que me iba a seguir hablando del nuevo mundo que a las ochenta personas de esta sala nos ha tocado construir y comprender. En ese orden, además.

Pero Garriga no habló de eso.

-¿Cómo demuestras a alguien que lo quieres en una época en la que decir te quiero es tan sencillo? - dijo.

Y no había pasado un segundo desde su pregunta cuando escuché el barullo llenar la sala. Se creó un estruendo silencioso entre todas las historias que se nos estaban agolpando en el pecho a los asistentes. A mí sola se me ocurrieron varias, y me dolieron todas.

En realidad, me empezaron a doler desde el primer acorde.

Y en ese mismo momento recuperé la idea de la que les hablaba antes. Esa de que me creo que sé mucho, como todos los jóvenes. Porque hemos venido al mundo dando por sentado que todo lo que se ha hecho, se ha hecho mal y creemos que sólo nosotros podemos arreglarlo. Me vinieron a la cabeza conceptos como la inteligencia emocional, la autonomía, la resiliencia y todas las competencias que se nos exigen en cualquier entrevista y que por algún motivo he querido aplicar también a este campo.

Pensé en mis despedidas.

Entonces, Garriga se contestó a sí mismo.
Me contestó a mí, que no había preguntado nada.

-‘Quédate’. Le dices: ‘quédate’

Bueno.
Pues quizá debería haber preguntado antes.

Porque después de eso, él empezó a cantar sobre todo lo que no había dicho nunca. Se lo sabía sin conocerme de nada. Cantó sobre la necesidad de tener a alguien cuando ‘parezca que no hay luz’, como él mismo dice. Sobre el miedo, los reproches y los 'columpios con cadenas de papel'. Tengo muchos de los tres.

Sobre todas esas cosas que nos decimos que podemos hacer solos.

Y supongo que podemos. Pero yo nunca he superado nada sin echar la vista a un lado buscando una sonrisa que acompañe la mía. Y de eso no nos hablan.

Nadie nos enseña sobre la fragilidad. La propia y la ajena.

Sobre alguien que te espere al llegar a casa. 
Sobre alguien a quien esperar en cualquier parte.
Sobre una llamada para saber si estás bien.

Porque esté bien o no, no necesito la llamada. Pero si la llamada existe, la cosa cambia.

Así que la llamada importa, por lo tanto: lo admito.

Renuncio a mis competencias, mis valores y a mi condición de millenial. Porque, además, me acabo de dar cuenta de que todo suena muy a descripción de producto y que la palabrota inglesa con la que me han catalogado en realidad suena un poco a superhéroe de Marvel o a teletienda.

Admito mi humanidad.

Me admito.

Con todos los ‘quédate’ que no he dicho y se me revuelven por dentro desde esa canción.

                ‘Niña, quédate a vivir’ dice Garriga, para acabar.

Vivir.

Creo esa es la única palabra que tendría que haber leído sobre el amor.

lunes, 9 de abril de 2018

El aeropuerto

Voy por la autopista y a mi derecha se ve el aeropuerto.

Un avión acaba de despegar y durante unos minutos va paralelo a mi coche. Obviamente, está demasiado lejos, pero me gusta imaginar las caras de los pasajeros que, al mirar por la ventana, se encuentran con la mía. Como si ambos fuéramos camino a Las Palmas y yo les estuviera adelantando por el carril izquierdo.


No sé cuántos comienzos ni cuántos finales caben en un avión, pero ahora mismo tengo envidia de todos y cada uno de ellos. Hasta de los que duelen. Porque en mí caben cientos y ninguno me invita a quedarme. Todos quieren comprarse un billete a no se sabe dónde ni por qué. Pero el cuándo sí lo saben y es un 'ahora' bastante inmediato. Es casi un 'salta del coche aunque vayamos a noventa que quizá aún puedas agarrarte a un ala'.

Es decir, una americanada muy grande.

Me pregunto cuántas personas dentro de ese avión han dejado algo atrás así, saltando cuando no se debe hacia algo que no se conoce.

Y dicho así todo eso podría sonar muy romántico, pero a mí no me convence porque hay al menos tres faros en esta isla que siempre he querido ver. He visto otros muchos, pero a esos tres no he ido y sin haberme marchado ni haberlos visto ya sé que voy a echarlos de menos.

Eso es un problema.

Como lo son todos esos mensajes que he escrito pero nunca he llegado a mandar y tienen mucho que ver con los comienzos y los finales de los que hablo. No sólo me frenan la puerta, la lógica y el cinturón.

Es en este punto donde la americanada se convierte en un melodrama que pocos pagarían por ver.

Yo querría bajar mi ventanilla y gritarles a todas esas personas que ya se han ido si la huida es posible o si la maleta que más pesa es la que no se carga. A mí me gusta pensar que todo eso se congela al coger altura.

Que el mundo se para en el despegue.

Que todos los aviones llevan a un cuarto faro que te señala la salida de todos tus mensajes, y que allí no duelen la cuentas pendientes ni el equipaje que otro se llevó.

Ya son las siete de la tarde y el cielo se ha vuelto naranja.

No sé a qué hora llegará ese vuelo, ni la zona horaria en la que se encuentra su destino, pero me gusta pensar que aterrizará durante otro atardecer.

Yo llegaré mucho antes, pero la noche me habrá caído encima y habré olvidado comprar mi billete.


Otra vez.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Donde vivo

Donde vivo, en época de fiestas siempre cuelgan banderas de postes y farolas. Son banderas pequeñas atadas a una cuerda, que a su vez se ata en lo alto y va de un extremo a otro de la calle. Cuando acaban las fiestas, se recoge todo. Pero a veces la gente no desata las cuerdas sino que las corta, y el nudo se queda ahí como el pobre nudo amputado que es durante el tiempo que haga falta.

Tampoco es raro que la gente se olvide de recoger sus cosas. En realidad, allí arriba, los nudos no molestan, no lo han hecho en todos estos meses. Las fiestas en mi pueblo son en septiembre. Definitivamente, si siguen ahí a finales de febrero es porque nadie se ha quejado ni tampoco los han echado en falta.

Hoy esos nudos me han recordado a muchas caras.

Porque, no sé tú, pero por mi vida han pasado personas que son un poco como las fiestas de un pueblo. Que son como una calle abarrotada de amigos, familias y parejas; un parque lleno de niños gritando, llorando y riendo; una excusa para salir a ver qué pasa o una noche de fuegos artificiales. Hay personas que son fiesta. Desde que llegan hasta que se van.

Yo he tenido varias en mi vida, pero al final alguien recogió las banderitas, como pasa siempre. Las cortó de cuajo con las prisas. Seguramente fuera yo o alguien igual de desastre. Así que los nudos de aquellas relaciones quedaron prendidos de mis tobillos y muñecas. Tampoco molestan ni hacen falta en otra parte, así que los cargo y ya está. Porque ellos están y ya está.


Son un tanto inconcluyentes.
Invisibles e inestables.
Pero están.

Hoy iba paseando con mi perro cuando vi en una farola el nudo que lleva ahí unos seis meses para que yo lo vea y pueda acordarme de los míos propios, de mis personas-fiesta. Porque estoy segura de que estaba esperando a que pasara por allí con mis cascos y a que sonara una de Coldplay.

"And I will try to fix you"

Se me ocurre que quizá, en esa canción que tanto adoro, Chris Martin estuviera pensando en sus nudos y que él los entienda bastante mejor que yo. Que quizá deba hacerle caso y seguir las luces de vuelta a casa. Sentir el calor en los huesos.

Arreglarlos. O intentarlo.

Y hacer de septiembre un hogar.