domingo, 29 de abril de 2018

Por una canción de Jesús Garriga

He pensado muchas veces acerca del enamoramiento, el amor y el amor romántico. Creo que es un tema muy de millenials, en realidad. Parece que nuestra generación sea especialista en inteligencia emocional y en reescribir terminología.

Nos gustan las etiquetas y las definiciones. Supongo que será consecuencia directa del sistema en el que nos han forzado a crecer. De cualquier forma, se habla mucho en estos tiempos de cambiar la idea del amor que heredamos de nuestros padres. Yo he hablado de esos temas. He leído bastante también. No sé dónde, porque aquí la información viene de muchos canales y ninguna fuente. Pero he leído, he vivido y después de almacenar toda esa información, he creído saber.

Después de este proceso, he llegado a entender el amor como la capacidad de dejar ir. De anteponer la libertad del otro a la necesidad que uno tiene de la persona que quiere. Como si decir ‘adiós’ sin soltar una lágrima fuera el máximo sacrificio de la edad moderna.

No opino que esté mal.

Pero hace unos meses fui a una charla en mi universidad sobre nuevas generaciones. Sobre viajar o trabajar en nuestros tiempos. Porque ahora todo se hace de otra forma. Una forma que a lo mejor no entiendes del todo, pero como buen millenial deberías estar haciendo ya.

Aquel día éramos unas ochenta personas las que habíamos ido a oír esas historias, como si nosotros no tuviéramos ninguna que contar. Fingiendo ser hojas en blanco en busca de una idea para hacerla cobrar vida. Yo, al menos, fui a eso.

Más o menos a mitad del evento, se acabaron las intervenciones habladas y apareció una guitarra. Así que deduje que la siguiente historia tendría estribillo.

Él se llama Jesús Garriga. Al principio nos habló de todo esto de lo que yo ya he contado un poco. De la información, la velocidad y todo eso. De lo fácil que es comunicarse, también. Casi consiguió engañarme, pensé que me iba a seguir hablando del nuevo mundo que a las ochenta personas de esta sala nos ha tocado construir y comprender. En ese orden, además.

Pero Garriga no habló de eso.

-¿Cómo demuestras a alguien que lo quieres en una época en la que decir te quiero es tan sencillo? - dijo.

Y no había pasado un segundo desde su pregunta cuando escuché el barullo llenar la sala. Se creó un estruendo silencioso entre todas las historias que se nos estaban agolpando en el pecho a los asistentes. A mí sola se me ocurrieron varias, y me dolieron todas.

En realidad, me empezaron a doler desde el primer acorde.

Y en ese mismo momento recuperé la idea de la que les hablaba antes. Esa de que me creo que sé mucho, como todos los jóvenes. Porque hemos venido al mundo dando por sentado que todo lo que se ha hecho, se ha hecho mal y creemos que sólo nosotros podemos arreglarlo. Me vinieron a la cabeza conceptos como la inteligencia emocional, la autonomía, la resiliencia y todas las competencias que se nos exigen en cualquier entrevista y que por algún motivo he querido aplicar también a este campo.

Pensé en mis despedidas.

Entonces, Garriga se contestó a sí mismo.
Me contestó a mí, que no había preguntado nada.

-‘Quédate’. Le dices: ‘quédate’

Bueno.
Pues quizá debería haber preguntado antes.

Porque después de eso, él empezó a cantar sobre todo lo que no había dicho nunca. Se lo sabía sin conocerme de nada. Cantó sobre la necesidad de tener a alguien cuando ‘parezca que no hay luz’, como él mismo dice. Sobre el miedo, los reproches y los 'columpios con cadenas de papel'. Tengo muchos de los tres.

Sobre todas esas cosas que nos decimos que podemos hacer solos.

Y supongo que podemos. Pero yo nunca he superado nada sin echar la vista a un lado buscando una sonrisa que acompañe la mía. Y de eso no nos hablan.

Nadie nos enseña sobre la fragilidad. La propia y la ajena.

Sobre alguien que te espere al llegar a casa. 
Sobre alguien a quien esperar en cualquier parte.
Sobre una llamada para saber si estás bien.

Porque esté bien o no, no necesito la llamada. Pero si la llamada existe, la cosa cambia.

Así que la llamada importa, por lo tanto: lo admito.

Renuncio a mis competencias, mis valores y a mi condición de millenial. Porque, además, me acabo de dar cuenta de que todo suena muy a descripción de producto y que la palabrota inglesa con la que me han catalogado en realidad suena un poco a superhéroe de Marvel o a teletienda.

Admito mi humanidad.

Me admito.

Con todos los ‘quédate’ que no he dicho y se me revuelven por dentro desde esa canción.

                ‘Niña, quédate a vivir’ dice Garriga, para acabar.

Vivir.

Creo esa es la única palabra que tendría que haber leído sobre el amor.

lunes, 9 de abril de 2018

El aeropuerto

Voy por la autopista y a mi derecha se ve el aeropuerto.

Un avión acaba de despegar y durante unos minutos va paralelo a mi coche. Obviamente, está demasiado lejos, pero me gusta imaginar las caras de los pasajeros que, al mirar por la ventana, se encuentran con la mía. Como si ambos fuéramos camino a Las Palmas y yo les estuviera adelantando por el carril izquierdo.


No sé cuántos comienzos ni cuántos finales caben en un avión, pero ahora mismo tengo envidia de todos y cada uno de ellos. Hasta de los que duelen. Porque en mí caben cientos y ninguno me invita a quedarme. Todos quieren comprarse un billete a no se sabe dónde ni por qué. Pero el cuándo sí lo saben y es un 'ahora' bastante inmediato. Es casi un 'salta del coche aunque vayamos a noventa que quizá aún puedas agarrarte a un ala'.

Es decir, una americanada muy grande.

Me pregunto cuántas personas dentro de ese avión han dejado algo atrás así, saltando cuando no se debe hacia algo que no se conoce.

Y dicho así todo eso podría sonar muy romántico, pero a mí no me convence porque hay al menos tres faros en esta isla que siempre he querido ver. He visto otros muchos, pero a esos tres no he ido y sin haberme marchado ni haberlos visto ya sé que voy a echarlos de menos.

Eso es un problema.

Como lo son todos esos mensajes que he escrito pero nunca he llegado a mandar y tienen mucho que ver con los comienzos y los finales de los que hablo. No sólo me frenan la puerta, la lógica y el cinturón.

Es en este punto donde la americanada se convierte en un melodrama que pocos pagarían por ver.

Yo querría bajar mi ventanilla y gritarles a todas esas personas que ya se han ido si la huida es posible o si la maleta que más pesa es la que no se carga. A mí me gusta pensar que todo eso se congela al coger altura.

Que el mundo se para en el despegue.

Que todos los aviones llevan a un cuarto faro que te señala la salida de todos tus mensajes, y que allí no duelen la cuentas pendientes ni el equipaje que otro se llevó.

Ya son las siete de la tarde y el cielo se ha vuelto naranja.

No sé a qué hora llegará ese vuelo, ni la zona horaria en la que se encuentra su destino, pero me gusta pensar que aterrizará durante otro atardecer.

Yo llegaré mucho antes, pero la noche me habrá caído encima y habré olvidado comprar mi billete.


Otra vez.