jueves, 7 de enero de 2016

El camino

Llevaba seis días caminando en línea recta. Los pies le ardían, sus manos estaban heladas y todos y cada uno de los músculos de sus piernas temblaban pidiendo rendición. Por tercera vez ese día, miró la parte interna de su muñeca izquierda, a la brújula roja que había aparecido sobre su piel dos días antes de empezar a andar. Sus manecillas seguían dando vueltas frenéticamente apuntando en todas direcciones, como el día que aparecieron. Sin embargo, aunque aquellas manecillas no podían indicarle que debía seguir caminando de frente, él lo hizo de todas formas, porque era la única dirección natural del camino y, debido a esto mismo, porque era la dirección más lógica.
Continúo en esa situación dos días más cuando, finalmente, se desplomó. En el suelo, el caminante volvió a echar un vistazo a aquella brújula maldita, que le había hecho pensar que poseía un destino, un futuro, un lugar que le era propio y nadie le podría arrebatar. Un destino a su medida. Sintió decepción, impotencia y rabia; su temperatura corporal aumentó considerablemente y el calor de su piel fue tal, que la brújula comenzó a derretirse y en su muñeca izquierda solo quedó un montón de líquido rojo que podría haber sido su propia sangre. Una gota se precipitó al suelo y penetró en la tierra. El caminante perdió el conocimiento.
Al amanecer, abrió los ojos y buscó la brújula desesperado, esperando que todo lo acontecido hubiera sido producto del delirio causado por el cansancio, el hambre y la sed. Por supuesto, no la encontró, pero descubrió a su lado un tulipán rojo. Fue en ese preciso momento y no antes, cuando se percató de que el camino que se había empeñado en seguir sin descanso estaba delimitado por cientos de tulipanes y sintió a la primavera golpearle en el pecho. Fue en ese preciso momento y no antes, cuando se dio cuenta de que no había estado siguiendo un camino, sino un simple surco en la tierra. Que el camino era lo de fuera.

Entonces, salió del surco y, por primera vez en su vida, comenzó a andar para perderse.

lunes, 4 de enero de 2016

El perro.

Cerca del río se hallaba un perro. Era grande, de complexión robusta; su pelo era blanco como el mismísimo invierno; sus ojos eran del color azul intenso del océano, ese que atrae y aterroriza a partes iguales. Era infinitamente bello e infinitamente salvaje.
Aquel perro majestuoso se hallaba roto en aullidos desesperantes, alaridos de dolor que habrían sido capaces de conmover el alma más corrupta. Ensangrentado en el suelo, casi inmóvil, empleaba las últimas fuerzas de su espíritu en un grito de auxilio que nadie parecía oír, cuando apareció una niña.
Era pequeña, menuda; su pelo oscuro como el manto de la noche; sus ojos del color de la miel pura. Era un ser de inocencia y bondad infinitas.
Sin dudarlo un solo instante, abrazó al perro, ignorando la sangre, los gritos y el espanto. Simplemente se hincó de rodillas frente a él y decidió envolver todo lo que cupo del cuerpo del animal en sus pequeños brazos. El perro dejó de llorar, y la niña empezó a entonar una nana que consistía en una simple y dulce melodía. El perro la miraba con sus profundos ojos, inundados del más puro amor, de los que empezaron a brotar lágrimas saladas. La niña no dejó de cantar ni por un segundo, no lo quiso soltar ni por un momento.
Cayó la noche, y el brillo de la luna llena bañó el cuerpo de aquel animal salvaje, que aún seguía magullado, que apenas albergaba ya vida. El canto de los grillos acompañó la voz de la dulce niña, una voz que cantaba a susurros, una voz ya rota y cansada. El hambre y el frío se apoderaron de los dos seres. La niña cerró los ojos primero, el perro quiso resistir un poco más. La observó dormir sobre él, tenía su rostro pegado a su hocico. El animal memorizó cada una de las facciones de aquella niña que siempre sería su niña, y cuando consiguió grabar su rostro en la memoria, se rindió.
A la mañana siguiente, la niña despertó abrazada a la nada, temblaba acurrucada en el suelo. Supo que el perro se había ido, que no volvería y, cómo no, rompió a llorar. Sin embargo, su llanto no era el mismo que una vez había sido: de sus ojos brotaban lágrimas azules, del color azul intenso del océano, ese que atrae y aterroriza a partes iguales. Vio las gotas caer sobre las palmas de sus manos y supo, sin duda alguna, que esas lágrimas no eran suyas.

A partir de aquel día, la dulce niña nunca más volvió a llorar sola.

Polvo.

Él llegó enfadado, como cada día, frustrado sin saber por qué. Lleno de ira y de ganas de herir, a menudo golpeaba cualquier mueble u objeto inerte, y sus gritos retumbaban en las paredes de su casa y de la casa de otros tantos vecinos, que ya ni se extrañaban de escuchar aquel concierto violento. Su mujer sintió de lleno toda aquella rabia demasiadas veces; sobre su rostro, sus brazos, sus piernas...
Pero aquel día ardió su piel magullada, su sonrisa rota, y por un momento su mirada de auxilio se volvió mirada valiente. De lo más profundo de su garganta floreció un grito de protesta que llevaba allí escondido años, un grito que él no quiso permitir. Entonces decidió propinarle el último golpe.
Su cuerpo impactó contra la ventana que había justo detrás de ella. Cayó al suelo desde una altura considerable para descansar sobre un manto de cristales rotos de un tamaño minúsculo. Vista desde el cielo, parecía descansar sobre una nebulosa.
En ese momento, aquellos diminutos cristales tomaron vida propia y empezaron a deslizarse sobre su piel, pero aquellas caricias no ocasionaron ningún daño al cuerpo. En lugar de sangre, tras el paso de cada uno de ellos solo brotó polvo. Así, todo lo que quedaba de ella comenzó a desaparecer. Al cabo de unos minutos, aquello fue lo que quedó del cuerpo marchito: un gran montón de polvo gris y cristales rotos.
Cuando la policía llegó al lugar, el viento ya se había llevado buena parte de los restos, que de todas formas no eran más que restos de un hecho inexplicable. Nadie quiso hablar de la mujer, de los gritos, de los cristales. Ella pasó a ser otra estrella triste de un triste firmamento.