miércoles, 22 de abril de 2020

diario de una instrospección forzosa (1)


En algún momento de mi vida entendí que “me había desligado de mi propia esencia”. Así, tal cual. Es un pensamiento que durante años retumbó en mi cabeza y sí, suena tan existencialista como pedante. Especialmente si dicha afirmación proviene de una persona de veintipocos años. Cada cierto tiempo el ser humano experimenta un momento de profunda revelación y fue durante uno de ellos cuando me di cuenta de lo ridícula que era esa idea. 

Desligarme de mi esencia.

Mar, qué esencia, si empezaste a votar hace dos días y no tienes el carnet.

Era ridículo, pero sobre todo era injusto, como lo son todas las taras y frustraciones autoimpuestas. “¿Y de dónde te viene eso?” pensé luego. Tras unos minutos frente al televisor apagado, el reflejo de mi silueta borrosa me contestó que, para variar, muy probablemente fuera otra persona frustrada la que proyectase en mí sus cavilaciones existencialistas y yo, niña esponja, las asumí con mucho gusto hasta hacerlas mías. Como el loro que repite cuando su dueño dice que habla.

Llegué entonces a la siguiente fase de este proceso de introspección forzosa a la que la pantalla oscura del televisor me somete cada noche desde hace ya varias semanas. Entonces, Mar, ¿qué esencia es la que no has perdido? Porque si descartas la idea de haberte desligado de ella, eso implica seguir ligada a algo. ¿A qué? Supongo que a un montón de complejidades imposibles de abarcar. ¿Pueden ellas hacerlo conmigo? ¿Pueden esas complejidades alcanzarme? ¿Definirme? ¿Es ese el verdadero propósito de “la esencia”? Si así fuera y el  tiempo me alterase, la alterase, ¿sería la esencia una definición estática o dinámica? ¿Pero la idea de esencia conlleva realmente una definición, o esto solo es fruto de mi occidentalizada y platónica perspectiva? Y, lo que es más importante, ¿por qué habla tanto una televisión apagada?

Sea como sea, ella no contesta. Evidentemente, yo tampoco. “No son horas”, diría mi madre. Y, sin embargo, ellas, las horas, siguen paseándose por mi casa inalterables. A veces, las envidio y quizá por eso me niego a rendirme a Morfeo y sigo aquí librándoles batalla.

En ese momento prefiero seguir el proceso en mi habitación y contemplar, esta vez, el mapamundi que tengo colgado sobre la cama. Le da un toque muy Tumblr a la habitación y me gusta marcar los lugares donde he estado.

“Tú hablas menos”, pensé. “Aunque te mueves más.”

Me di cuenta, entonces, de que se ha caído de ahí unas tres veces en el último mes. La famosa caja tonta con la que hablaba hace unos minutos lleva exactamente el mismo tiempo gritándome el mismo mensaje. Que el mundo se cae, se cae, y se vuelve a caer.

Y aquí sigo. Soportando mis silencios, debatiéndome, debatiéndonos. Esperando que cedan todos esos territorios con sus océanos, fronteras y capitales para volverlos a colgar en mi pared. Me divierte pensar que un hecho tan simple pudiese contestar todas las elucubraciones arrojadas por mi televisor.

Sí, aquí seguimos. Dialogantes, insomnes, voraces, inevitables pensantes.

Y supongo que por ello luchamos.

Por el mapa, por las noticias, por las preguntas sin respuesta que vienen siempre tras el ocaso.

Pero, sobre todo, por nuestra frágil, inquieta e infalible humanidad.

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