lunes, 9 de abril de 2018

El aeropuerto

Voy por la autopista y a mi derecha se ve el aeropuerto.

Un avión acaba de despegar y durante unos minutos va paralelo a mi coche. Obviamente, está demasiado lejos, pero me gusta imaginar las caras de los pasajeros que, al mirar por la ventana, se encuentran con la mía. Como si ambos fuéramos camino a Las Palmas y yo les estuviera adelantando por el carril izquierdo.


No sé cuántos comienzos ni cuántos finales caben en un avión, pero ahora mismo tengo envidia de todos y cada uno de ellos. Hasta de los que duelen. Porque en mí caben cientos y ninguno me invita a quedarme. Todos quieren comprarse un billete a no se sabe dónde ni por qué. Pero el cuándo sí lo saben y es un 'ahora' bastante inmediato. Es casi un 'salta del coche aunque vayamos a noventa que quizá aún puedas agarrarte a un ala'.

Es decir, una americanada muy grande.

Me pregunto cuántas personas dentro de ese avión han dejado algo atrás así, saltando cuando no se debe hacia algo que no se conoce.

Y dicho así todo eso podría sonar muy romántico, pero a mí no me convence porque hay al menos tres faros en esta isla que siempre he querido ver. He visto otros muchos, pero a esos tres no he ido y sin haberme marchado ni haberlos visto ya sé que voy a echarlos de menos.

Eso es un problema.

Como lo son todos esos mensajes que he escrito pero nunca he llegado a mandar y tienen mucho que ver con los comienzos y los finales de los que hablo. No sólo me frenan la puerta, la lógica y el cinturón.

Es en este punto donde la americanada se convierte en un melodrama que pocos pagarían por ver.

Yo querría bajar mi ventanilla y gritarles a todas esas personas que ya se han ido si la huida es posible o si la maleta que más pesa es la que no se carga. A mí me gusta pensar que todo eso se congela al coger altura.

Que el mundo se para en el despegue.

Que todos los aviones llevan a un cuarto faro que te señala la salida de todos tus mensajes, y que allí no duelen la cuentas pendientes ni el equipaje que otro se llevó.

Ya son las siete de la tarde y el cielo se ha vuelto naranja.

No sé a qué hora llegará ese vuelo, ni la zona horaria en la que se encuentra su destino, pero me gusta pensar que aterrizará durante otro atardecer.

Yo llegaré mucho antes, pero la noche me habrá caído encima y habré olvidado comprar mi billete.


Otra vez.

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