El niño tenía unos ocho años cuando descubrió el reloj de la cocina
de su abuela. Se pasaba allí los días de verano, y probablemente aquel reloj
llevase en la cocina más años que él en el mundo, pero fue a esa edad cuando
realmente le prestó atención. Era absolutamente hermoso. Las agujas se
desplazaban lentamente sobre un fondo que había sido pintado con colores que
juraría no haber visto jamás.
Predominaban en él el morado, el verde agua y el azul claro,
que se entremezclaban con otros tantos colores de tal forma que resultaba
difícil adivinar el principio de un trazo y de otro o delimitar el contorno de
algún objeto. Sin embargo, el pequeño distinguió fácilmente una rosa rodeando
el número dos. La belleza de aquella flor pintada era tan fascinante como lo
era el resto del cuadro, y estuvo mirándola embobado varios minutos antes de
darse cuenta de que cada número poseía un acompañante. Alrededor del número
cuatro, un pájaro amarillo abría sus alas en un abrazo. Jamás había visto un
pájaro parecido, ni siquiera en el parque o en el jardín, aunque de todas
formas dudaba que pudiera existir una criatura como aquella. Sobre el número
ocho parecía posarse una mariposa blanca y sus alas absorbían el morado, el
verde, el azul, el amarillo, el rojo y todos los colores que se habían
derramado sobre el reloj formando una fantástica iridiscencia.
La abuela del niño lo estuvo observando tanto tiempo como el
pequeño permaneció absorto en el reloj, y en los ojos de ambos se percibía el
mismo brillo. La señora, finalmente, interrumpió la ensoñación de su nieto.
- ¿Te gusta el reloj de la abuela?
El niño sólo supo preguntarle de dónde había sacado aquel
reloj mágico y dónde podía conseguir uno.
- No puedes conseguir uno igual, lo pinté yo, pero
me alegra que reconozcas en él la magia. Los pinceles y colores que usé no son
de este mundo, por eso el reloj posee ciertas cualidades fuera de lo común.
El pequeño enloqueció al escuchar las palabras, pero lo hizo
sin pronunciarse para no interrumpir el relato de su abuela.
- ¿Ves la rosa? ¿El pájaro? ¿La mariposa? Cuando
la aguja mayor señala el número doce y la menor alcanza a una de las criaturas,
estas cobran vida.
Tenía ocho años, pero no era tonto. En aquel mismo instante
la aguja mayor señalaba las doce, la menor el ocho, y allí no había ninguna
mariposa blanca que diese credibilidad alguna a la historia de su abuela.
- No, cariño, no. Si aparecieran aquí no tendría
gracia. Ellos nacen en alguna parte del mundo, lejos de aquí, pero siempre
gracias a mi reloj mágico. Él da vida a todos los seres hermosos que puedas
imaginar.
A partir de aquel día, cada hora resultaba apasionante para
el pequeño. A menudo detenía sus juegos para correr a la cocina, y si
coincidían las agujas en los lugares mágicos de pronto sentía ganas de
festejar. Se imaginaba a la rosa naciendo del capullo, al pájaro del huevo en
su nido, a la mariposa salir de la crisálida por vez primera. Era absolutamente
fascinante y aunque a veces le resultaba difícil creer que todo fuera a causa del
reloj, todas sus dudas se disipaban al contemplar sus colores imposibles.
La sensación de poseer un tesoro le duró meses. Cuando
empezó el colegio, en septiembre, no paraba de pensar en su abuela, en su reloj y se preguntaba, al mirar los relojes comunes en las aulas, por qué no poseían
todos ellos la misma magia. Si cada reloj fuese mágico y cada uno tuviera
dibujado criaturas distintas el mundo sería mil veces mejor, o eso pensaba él. De
seguro, sería mil veces más bonito.
El invierno pasó rápido y la primavera volvió a empezar como
cada año. Sin embargo, esta primavera fue más fría. Una tarde lluviosa de mayo,
el pequeño se dirigía a casa de su abuela, pero nadie sonreía. Al llegar a la
puerta le advirtieron que ella no podría recibirle.
Le hablaron de estar en un sitio mejor, del paso de los años, le
hablaron de que, aun así, ella siempre lo iba a cuidar. Esto último le pareció
tan obvio que le costó trabajo asimilar por qué era necesario aclararlo. De
todos modos, no quiso preguntar. No buscó a su abuela en la casa, porque si no
había ido a recibirle era evidente que no estaba. Se sentó junto a los mayores
y sólo volvió de entre sus pensamientos cuando escuchó el verbo “morir”, que le
llamó la atención lo suficiente como para romper su silencio y por fin
preguntar qué estaba pasando. Cuestionó el significado de ese verbo unas diez
veces a diez adultos distintos, pero ninguno le dio una definición clara que
pudiese comprender.
Hasta que finalmente, su padre le dijo...
- Ya no existe, cariño. No vive. Al menos, no
aquí.
Y esas dos últimas palabras sí tenían más sentido. Salió
corriendo de la sala de estar dirección a la cocina. Lo hizo como si se le
escaparan los segundos de las manos, y si hubiera tenido alas que extender
habría despegado en su primer vuelo. Se plantó frente al reloj y una sonrisa
enorme inundó su rostro, un brillo encendió sus ojos tal y como sucedió aquel
día de verano en el que descubrió la gran maravilla.
La aguja grande en el doce, la pequeña en el número dos. En
la rosa. Y aunque no supo dónde se encontraba exactamente, tuvo la certeza
total de que su abuela no estaba en casa. Porque al fin y al cabo las casas son
aburridas, las paredes, los muebles, todas esas cosas son aburridas.
Y pensó en lo mucho que hablan los adultos de morir y lo
poco que entienden de la vida. Porque a las dos en punto su abuela acababa de
florecer en alguna parte del globo y eso le hizo inmensamente feliz. Porque su
abuela se merecía ser esa rosa.
“Él da vida a todos los seres hermosos que puedas imaginar”
E imaginó una rosa alada e iridiscente. Una que poseyera toda la magia del tiempo.
Su rosa.
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